Crítica de libros
Final feliz
¿Osea que «bien está si bien acaba»? ¿O sea que lo que antes haya habido de duelos y quebrantos queda borrado y redimido con el final feliz? ¿O sea que, como el poeta al servicio del señor canta, «un bel morir tutta una vita onora», por deshonrosa que hasta entonces haya sido? ¿O sea que por eso se canta por doquiera «cumpleaños feliz» celebrando con alborozo que la muerte, esa que nunca está aquí, pero avanza desde el futuro, haya conseguido dar un paso más?
¿Hasta tal punto nos han convertido las vidas en mero tiempo, contado y cerrado por su límite, como el de la Física o la Contabilidad? ¿Hasta tal punto la vida de uno, aunque se diga que está vivo y viviendo, es ya como la rayita entre las dos cifras de la lápida del querido muerto, primera la del fin, aunque se escriba la segunda, y, a consecuencia de eso, la del nacimiento?; porque, ¿no es verdad que usted mismo sabe el año, el día y hasta la hora en que nació, y que antes de que se le empiece a contar la vida, usted no es nadie?
Pero la raíz de ese engaño es un miedo: «Hasta el fin nadie es dichoso», lo que en las tragedias solía al final cantar el coro como moraleja: lo que se nos manda es vivir en un miedo costante de cometer un error, dar un traspiés, meter la pata, antes del fin. Y ¿es sólo entonces, en el fin, cuando uno ya es feliz? ¡Venga ya, hombre! ¿Cómo habremos podido vivir tantos siglos en ese trampantojo? Que en las películas te pongan al acabar el rollo FIN, y que ese fin sea tal vez feliz, se perdonaría por ser juego y fingimiento y que, después del ansiado beso, el clarín de la victoria, el reventón del mostruo, después de encenderse las luces de la sala las vidas van a seguir como si nada; pero dejar que ese esquema se les aplique a las vidas mismas, y que el FIN las reduzca a todo, a nada…
¿No te das cuenta, lector, de que entre esas dos palabras FIN y FELIZ hay una guerra a muerte? ¿No sientes conmigo que sólo lo sin fin podría olerte a felicidad, que no hay más felicidad que lo sin fin?
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