Historia
La maravilla italiana
Sigue siendo Italia una referencia obligada no sólo por su admirable calidad de vida y por la calidad de su arte repartido de Norte a Sur, incluidas sus Islas, sino por su idiosincrasia. Imaginémonos qué sucedería en España si al frente de su gobierno estuviera Berlusconi o alguien semejante a este Caballero (con mayúscula) acosado por la justicia de diversos delitos (como la prostitución con una menor, al menos), un mucho maleducado en palabras y signos y partícipe confeso en orgías emblemáticas, detentador monopolista de información y hasta reprendido, aunque con comedimiento, por El Vaticano. Si al leonés Rodríguez Zapatero lo convirtieron ya desde el comienzo de su mandato en chupa de dómine ¿qué sería de nuestra vida política con algún parecido personaje, si cabe, al frente de un gobierno? El primer ministro italiano está desde hace años a los pies de la justicia de Milán y otros juzgados, que hasta el momento ha logrado sortear, aunque si alguna vez pierde su rango o se debilitan sus defensas puede incluso acabar en las mazmorras. Y, sin embargo, con las dificultades propias de este momento en toda la Unión Europea, el país funciona mal que bien. Nunca la izquierda política estuvo allí tan dividida y con tan pocas esperanzas de fraguar una oposición sólida. Y, pese a la frustrada operación de su ex socio de la antigua Liga Norte, el país se mantiene con menos dificultades que España cara al exterior. Pero casi todo es Historia. Viejos lazos nos unen y hasta nos confunden, coincidimos también en geografía y clima. Recibimos más turistas, aunque de menor calidad. E Italia mantiene una estructura industrial y una sociedad civil más cohesionada, menos traumatizada. No necesita luchar contra el ladrillo.
Demolido el viejo sistema bipartidista inconfeso (Democracia Cristiana frente al bloque de izquierdas) con constantes cambios de gobierno que duraban meses, la estructura básica de la nación se sostenía ante la admiración de propios y extraños. La maquinaria del Estado parecía aislada de su clase dirigente, autista y restaba incólume. El repudio del funcionariado era, sin embargo, general y, en el cine neorrealista del momento, se convirtió en objeto de numerosas escenas cómicas. Pocos parecían tomarse en serio incluso a la Policía. Pero los mecanismos no debían estar tan oxidables, porque hoy mismo son capaces de sostener un estado de cosas inconcebible en otras zonas del planeta y, sin ir más lejos, en las mismas orillas mediterráneas. Italia ha sido capaz de defender su prestigio en el diseño, en el mundo del automóvil, incluso en el aceite que le vendemos y que envasa como propio, en una cocina escasamente innovadora, comparada con la española. La campaña emprendida contra gitanos, rumanos e inmigrantes clandestinos desmerece. Pero mucho debemos a los antiguos pobladores de aquella península itálica, cuando, siendo Roma, invadieron nuestro suelo, colonizaron a los indígenas y de aquel, su latín, derivan también las lenguas hispánicas. Dominaron el Continente entero siendo imperio y admitieron entonces en su seno a ciudadanos que no habían nacido en sus tierras, pero que forjaron parte de su mentalidad. Nos prestaron su cultura, su arte y sus formas de vida. Pasaron la llamada Edad Media con nota y consiguieron, gracias a las ciudades-estado, un Renacimiento que se manifestó no sólo en la arquitectura o en la pintura, sino en casi todo: el esplendor que se añoró en el siglo XIX. De aquel Renacimiento surgió también una doctrina política y la exaltación de una forma de gobernar que plasmaría Maquiavelo con su retrato del príncipe, inspirándose en el rey Fernando de Aragón. Con una Roma, capital del catolicismo, dominante, fueron invadidos por españoles y franceses y no lograron cohesión nacional hasta el siglo XIX.
La historia de Italia no se parece a la nuestra, ni su política más reciente. Salieron con buen pie del fascismo y de la II Guerra Mundial, recibieron ayudas del Plan Marshall norteamericano. Tuvimos que esperar al fin del franquismo para restaurar la democracia y recibir la ayuda de una UE que como era de esperar no sería gratuita. Anduvimos con retraso, pese a la recuperación rápida en exceso que estamos pagando ahora. Pero el embrollo político italiano resulta sorprendente a ojos ajenos. Berlusconi alterna con los jefes de estado europeos sin problema alguno e Italia mantiene su estatus de nación de primera fila. Cuando azotan los vientos de desconfianza sobre España, sigue manteniéndose, a pesar de los rumores, en pie, capaz de asumir una política tachada de machista, hortera e ineficaz. Los ataques contra Berlusconi nada tienen que ver, en cuanto a dureza, con los palos que reciben día a día los socialistas españoles. El crédito del primer ministro no puede ya caer más bajo. Y, sin embargo, se sostiene en una coalición de fuerzas que le mantienen contra fiscales y jueces, con cierto desdén de los italianos por la cosa pública que por aquí vamos imitando. Si el funcionariado en su conjunto apuntala el Estado y todo sigue funcionando, si su cota de paro no es comparable a la nuestra y su economía sumergida es tal vez mayor, si sostienen, no sin problemas, el estado del bienestar y su turismo apenas ha disminuido habrá que pensar en la maravilla italiana. Berlusconi ha asumido la crispación y le ha dado un toque personal chabacano, pero el país entero anda a la búsqueda de una solución que no parece llegar desde el multipartidismo mal digerido. Todos los italianos parecen de acuerdo en salvar los muebles. ¿También nosotros?
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