Sevilla
OPINIÓN: Morir por un beso
Es de suponer que, si en nuestro siglo, en Sevilla, algunas calles están sin luz, cómo estarían las del siglo XIV, que daba miedo asomarse a ellas cuando ya se había puesto el sol. Claro que para el Rey Don Pedro de Castilla –el Cruel o el Justiciero, según se mire– no existía encrucijada en sombra (o boca de lobo) que le hiciera temblar, gallardo, valentón y con un corazón a pálpito inmune, por terrorífica que fuera la circunstancia. Ni aunque supiera –que esto es discutible– que en el más sombrío de los vericuetos le esperaba, para matarlo, la más bella judía de La Aljama. Había de cierto una razón (por irrazonable que fuera) para llevar a cabo el regicidio, y era el amor desatado de la bella judía, que no se paraba en barras al confirmar que Don Pedro bebía los vientos por doña María de Padilla, que no podía vivir sin un beso del Rey. Así fue cómo, aquella noche, la judía decidió, sin argumento en contra, acabar con la vida de El Justiciero, por muchos y acelerados que fueron los impedimentos. Parece que todo se resolvió cuando el Rey advirtió que una sombra, vestida de negro y blandiendo una daga, se arrojó sobre el cuerpo del fornido galán, quien se sirvió de la daga ofensora para intercambiar el beso por la muerte. Lo sublime del episodio fue que, con las claras del día, apareció allí el cadáver de una hermosísima muchacha con los ojos abiertos, inerte y sin pulso. Lo que no dice la historia es qué sabor, a pulpa de tamarindo, dejó el beso del monarca en los labios de fresa de la más bella mujer del barrio de las Dominicas Descalzas.
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