Fútbol
Sergio Ramos
Soy un «culé» irredento. La semana pasada disfruté de lo lindo viendo el Barça-Madrid. Bueno, seré sincero. Disfruté más teniendo enfrente, cabizbajo y dolido, al merengue Miguel Ángel Rodríguez en Espejo Público, dirigido por la culé, Susanna Griso. No es habitual tener contra las cuerdas a Rodríguez. Una vez, al menos, se agradece y hay que aprovecharla. El Barça estuvo imponente, el Madrid inerte. En una liga tan reñida, todos los puntos son importantes. Todos suman, pero algunos tienen valor añadido. Eso de hacer morder el polvo a tu rival más directo no tiene precio. Si además, este rival tiene a Mourinho de entrenador, la cosa adquiere tintes cósmicos.
Una de las polémicas tuvo a Sergio Ramos de protagonista. Jugó feo con su patada a Messi. Estaba fuera de lugar. Su manotazo a Puyol y Xavi, más todavía. Ramos es un jugador con carácter. De esos que hacen falta en cualquier banquillo. Trabaja, corre, tiene bravura, fuerza y genio. Y además, juega bien. Es de esos jugadores que todos los equipos tienen, o quieren tener. Que todos odiamos un poco si no es de los nuestros. Si cambia de camiseta y se pone la nuestra, deja de ser villano y se convierte en rey. Luis Enrique y Figo son claros ejemplos. Ramos es temperamental. El día del partido se cabreó. Yo también hubiera caído víctima de la impotencia. Perdió los nervios, y eso es humano. Serenados los ánimos, como buen profesional, pidió perdón en público, cosa nada fácil. También se disculpó en privado con sus compañeros, y amigos, Puyol y Xavi. Tampoco eso tuvo que ser fácil. Ramos, fuera del campo, también demostró que tiene sangre y no horchata.
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