Cuenca
El futuro se puede ver
El reestreno de «El tiempo y los Conway» abre la discusión sobre la posibilidad de visitar y vivir en el mañana, con sus consecuencias
En 1927, un británico llamado J. W. Dunne publicó un libro titulado «An Experiment with Time» (Un experimento con el tiempo). Se trataba de una obra peculiar porque su autor pretendía que se trataba de un texto científico y, a la vez, afirmaba la posibilidad de contemplar el futuro. Según J. W. Dunne, el tiempo no se asemejaba a una línea en la que ocupamos un punto en el presente mientras que tanto el pasado como el futuro se extiende a nuestra espalda y ante nosotros respectivamente.
Por el contrario, el tiempo se extendería más bien como una curva o una circunferencia, de tal manera que podríamos en un momento dado contemplar porciones de nuestro futuro de la misma manera que el caminante que sube por una loma o tuerce una curva puede observar, ocasionalmente, lo que se extiende ante él. Semejante eventualidad resultaría posible mediante el análisis de nuestros sueños, en los que, de acuerdo con Dunne, se mezclan materiales relativos al pasado y al futuro. De hecho, Dunne citaba cómo había puesto en práctica su sistema con éxito.
La obra de Dunne provocó un moderado interés –Borges la incluyó, por ejemplo, en su Biblioteca– pero tuvo una enorme repercusión de manera indirecta cuando el novelista y dramaturgo J. B. Prietsley decidió basar en sus tesis su mejor drama, «El tiempo y los Conway», recientemente reestrenada en los Teatros del Canal de Madrid con una más que extraordinaria dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente y en versión notabilísima de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño.
Cuando se estrenó en 1937, el drama de Priestley fue mal recibido por la crítica, que alegaba que el autor se había limitado a cambiar de sitio el segundo y el tercer acto. Semejante afirmación se sigue repitiendo eventualmente, pero fue el propio Prietsley el que lo desmintió en un texto sobre su trilogía sobre el tiempo. En el primer acto, Prietsley relata la fiesta de cumpleaños de Kay –magníficamente encarnada por Nuria Gallardo– en la que se reúnen en envidiable dicha los hijos de la señora Conway –a la que da vida en esta versión de manera más que convincente Luisa Martín– y que van de la socialista Madge (Chusa Barbero) a la bellísima Hazel (Débora Izaguirre), pasando por el recién llegado Robin (Juan Díaz), el conformista Alan (Alejandro Tous) o la infantil Carol (Ruth Salas).
A ellos se suman Ernest –al que cincela interpretativamente Román Sánchez Gregory–, un forastero que bebe los vientos por Hazel, el administrador Gerald Thorton (Toni Martínez) o la juvenil Joan (Alba Alonso).
El talento del autor
Todo es felicidad, la felicidad que nace de tener toda la vida por delante. Sólo al final del primer acto, Kay percibe algo que se desarrollará en el segundo acto y que no es sino una visión del futuro que transcurrirá veinte años después. Ese acto –verdadera cima del talento creativo de Prietsley– constituye una sobrecogedora reflexión sobre la naturaleza humana y también sobre el efecto que el tiempo ejerce sobre ella.
A la vez, es un reflejo literal de las tesis de Dunne. En el último acto, Kay regresa al presente y el espectador comprende cómo se labra el futuro, el que, según Dunne y Prietsley, es posible ver aunque quizá no merezca tanto la pena como la contemplación de esta magnífica versión de «El tiempo y los Conway».
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