Grecia
Ya por Joaquín Marco
Las formaciones políticas de nuestra democracia, ya no tan joven, nos piden que hagamos el supremo esfuerzo de acercarnos hasta nuestro distrito y mesa electoral y depositemos un sobre cerrado con una papeleta que ha de colaborar en la victoria de los elegidos. No supone gran esfuerzo, aunque sí una decisión. Pocos, supongo, habrán leído los programas que ofrecen los diversos partidos y aún menos la lista de desconocidos que encabeza un líder. Nadie duda de que esta democracia que disfrutamos está llena de trampas: poco que ver con aquel lema estadounidense de «un hombre, un voto». Y entiéndase hombre en sentido genérico y no de género. La democracia que también soportamos mantiene diferencias que permiten la supervivencia de partidos nacionalistas, por lo que, según se decidió, en determinadas circunscripciones los votos no son equitativos. Nada que objetar ni a la Constitución, siempre reformable, ni a sus padres, padrinos y cuantos, de una forma u otra, colaboramos, por circunstancias y edad, en estructurar la vida social y política de este país. Lo que demandan los «indignados», que van aproximándose a determinadas opciones políticas, algo tiene que ver con las posibles reformas que se precisan para hacer más confortable la vida en común de un país, una suma de comunidades ya desiguales. El próximo domingo, pues, depositaremos nuestro voto, si uno elige votar, para decidir la opción política –que no programa– preferida. No se sabe muy bien si se vota con el cerebro o con el corazón –con esperanza o rabia– si es que tales órganos orientan este proceso. Pero se deposita una papeleta en una urna y ya no hay forma de volver atrás.
Lo del voto es más definitivo, a plazo determinado, que el matrimonio. Porque antes aquél era también para toda la vida, aunque existiera el «ahí te quedas» o el Tribunal de la Rota. Pero hoy uno puede, gracias al divorcio, volver atrás y cambiar de marido o de esposa tantas veces como le demande el cuerpo. Pero lo del voto parece incluso más serio. Nadie puede desdecirse del «ya» una vez depositada la papeleta, aunque al cabo de un tiempo quienes hayamos votado nos defrauden o, de no haber votado, pueda hacerse cuando nos venga en gana. En todo caso, según estamos observando serán los mercados –esos entes que nadie es capaz de definir– quienes podrían cambiar el destino de unas urnas hasta ahora implacables y definitivas. Los «indignados», de ser votantes, deberían estudiar la posibilidad de que el voto fuera un bien sujeto a devolución y que se pudiera cambiar a otra opción si la elegida defraudara o no respondiera a lo que se tenía pensado o sentido. Los individuos podrían disponer de un voto flotante o del divorciovoto. Los mercados, siempre agazapados entre las sombras, deberían contar o convencer a quienes de forma irrevocable hubieran decidido depositar su papeleta defendiendo su opción. Claro es que si los votos fueran de ida y vuelta se produciría un caos superior al de los tecnócratas que se están sacrificando, ya en Grecia e Italia, para remediar males provocados por quienes depositaron sus votos en las urnas. Algo así como nosotros el próximo domingo. Una democracia ofrece siempre flancos débiles, órganos debilitados que son fácil presa de infecciones sociopolíticas.
Mi octogenario amigo Josep Fontana, que acaba de publicar un libro que aún no he leído y que ha titulado «Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945» (Pasado & Presente), responde al interrogante que tantos nos formulamos: la razón por la que, tras el fin de la II Guerra Mundial, el mundo no fue capaz de solucionar sus problemas como se prometió. La respuesta a la crisis que nos atenaza sería, pues, resultado de un proceso que se volvería más agudo en la década de los setenta, porque fue entonces cuando «empezaron los cambios que provocaron la gran divergencia, como dice Krugman, una creciente desigualdad entre las clases trabajadoras y medias y el 1%, o por mil, que puede permitir que la economía vaya mal porque ellos siguen ganando. Estos cambios van conduciendo a la situación actual, de máxima desigualdad. Es la consecuencia de las reglas del sistema, sobre todo si no hay capacidad para resistir y obligarlo a pactar». Es el análisis, las declaraciones, de un historiador, no de un economista. Y, dada la entidad intelectual de Fontana, esta tesis cabe considerarla creíble. El próximo domingo habremos practicado un ritual que nos define, más definitivo, incluso, que otros actos de nuestra vida. Votemos con el cerebro o con el corazón, podemos colaborar, aunque poco, en el rumbo de la nave. La tormenta seguirá sobre nuestras cabezas, pero este «ya» será definitivo, si los mercados así lo prefieren.
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