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Miradas torvas por Alfonso Ussía
Los vascos siempre han mirado bien. «La firme y clara mirada de los vascos», que decía Luis de Castresana. Pero un amplio sector de vascongados ha resignado la firmeza y la claridad de su mirada en beneficio del odio. Miradas torvas, amenazantes, indagadoras. Y muchas de ellas hacia el suelo, como si los zapatos tuvieran ojos. La mirada es una forma más del lenguaje, un idioma que no necesita de intérpretes, porque es la sensibilidad, y no el oído, la que capta su mensaje. En las palabras se refleja el talento y en las miradas, el ánimo. Escribió Alejandro Casona, gran autor teatral tan sólo devaluado por puntuales cursilerías, que las miradas penetran desde lejos como el olor de la hierba segada. Ojalá la penetración de algunas miradas lejanas y retiradas fuera como el olor de la hierba segada. La línea más larga que puede alcanzar una mirada, no es la del amor, sino la del odio. Y ahí están las imágenes.
Los jardines de Alderdi-Eder de San Sebastián no están programados para el odio. Principio o final del Paseo de La Concha, junto al viejo Casino monárquico, hoy Ayuntamiento de Bildu. Superado el Casino, el muelle de pescadores. Y a un mínimo esfuerzo de la mirada, la bahía de la Concha, ese prodigio vigilado por los montes Urgull e Igueldo con la isla de Santa Clara anclada entre sus tenazas. El Pico del Loro, con el Palacio Real, divide las dos playas, La Concha y Ondarreta, y desde Alderdi-Eder, el panorama es pasmoso por su belleza.
En los jardines de Alderdi-Eder, junto a una pérgola de las cantadas por la nostalgia de Jaime Gil de Biedma – yo nací, perdonadme/ en la edad de la pérgola y el tenis–, Marimar Blanco, Daniel Portero, los familiares de Fernando Múgica y otros compañeros de dolor causado por el terrorismo, depositaron un ramo de flores en recuerdo y memoria de las víctimas de la ETA. No acudió representante alguno del Gobierno de López, y menos aún, de los sesgos nacionalistas. Pero en la fotografía –ver LA RAZÓN del domingo 18 de marzo–, se advierte la indiferencia, la inhumana distancia de algunos donostiarras respecto a las víctimas de la ETA. Un joven, con los brazos en jarras, observa con displicente mirada a la mujer que se agacha para colocar una flor blanca en el pequeño túmulo plantado en el césped. Lo mismo hace un viejo vasco, de aquellos que miraban bien y ahora lo hacen mal. Un matrimonio, con un niño, se molestan en dedicar una mirada al reducido número de personas que homenajean a sus muertos, a sus seres queridos asesinados. Ese niño, siguiendo el ejemplo del desprecio de sus padres, despreciará a quienes, siendo vascos como él, murieron asesinados por defender la libertad de su tierra. Y en la planta inferior de la pérgola, dan vueltas y más vueltas los caballitos de feria, con los niños montados en sus lomos y los padres ajenos a la sencilla y honda solemnidad del momento.
Pero molestan más las miradas displicentes que las espaldas lejanas. Esa falta de sensibilidad, esa chulería, ese desencuentro con el sufrimiento ajeno, no entraban antaño en los códigos de comportamiento de los vascos, aquellos de las miradas firmes y claras. Esos ojos que no sienten lo que ven ni compadecen a los que recuerdan a sus muertos establecen con claridad meridiana el nivel de infección social que hoy padece la sociedad vasca. Son gente de los de siempre, abuelos que descansan y hablan, padres que llevan a sus hijos a jugar a Alderdi-Eder, jóvenes que se reúnen allí para empezar su ronda de vinos. Pero miran mal. Sus miradas delatan sus ánimos. Y el odio y el desprecio se juntan y se abrazan.
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