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Revolución con tos por José Luis Alvite
Nunca he sabido muy bien cuál es mi posición ideológica. No es un asunto que me preocupe. En todos los partidos hay algo que me gusta y algo también que me repele. Tampoco creo que sea cierto que, como dicen algunos, los seres humanos nos definimos ideológicamente en función de nuestra edad, optando por posiciones más conservadoras a medida que envejecemos. A lo mejor se refieren a que con los años perdemos una buena parte del ímpetu revolucionario de la adolescencia, tal vez porque nos damos cuenta de que a nuestras ideas les responde el corazón, pero les fallan las piernas. En la lucha revolucionaria, como en el fragor del sexo, lo que nos impide la acometida no es la conciencia, ni el cansancio moral, sino lo insoportable que se nos hace en cierto momento el dolor de las rodillas. Pero se puede ser subversivo o conservador a cualquier edad. La actitud política suele ser la consecuencia de una idea, el resultado de un pensamiento, y lo que nos recoloca luego en la realidad es el hecho evidente de que nos falla la respiración al correr delante de la Policía. Leon Tolstoi hizo su propia revolución en plena ancianidad y huyó de casa cuando era octogenario. No le importó renunciar a la comodidad de su posición social, ni que el frío le calase los huesos. La suya fue una admirable lección de pundonor revolucionario. Murió en una solitaria estación de trenes, después de demostrar que el conservadurismo es más un defecto de la conciencia que un achaque de la salud. Al estilo de Tolstoi, además de una sesuda forma de pensar, la revolución puede ser también una altruista manera de toser.
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