Boxeo
Golpes que no puedes devolver por Manuel CALDERÓN
A pesar de las leyendas populares, pronto se comprobó que los reyes no tenían la sangre azul. Los campos de batalla quedaron regados de rojo, una semilla milagrosa, y así los blasones tomaron ese color que enaltece y se enarbola para sacar de nosotros el alma más mortífera. Pues sí, la sangre es roja. Y si en un principio se pensó que la palidez de los príncipes, de las princesas y de la gente en general que no tenía necesidad de curtirse en la intemperie para ganarse un sustento respondía a la marca de una casta, bastaba con que la daga hiciera brotar el color verdadero. El rojo, que es el de la vida. La palidez daba prestigio (lo que son las cosas: ahora lo es tostarse la piel dejando la huella de las gafas), ir por la vida con las venas violetas era una distinción y andar con indolencia un prueba de que la vida no iba contigo. Leyendas populares. Ahí está la prueba: el Rey apareció ayer como un boxeador después del combate, con un ojo morado, a la virulé, según los castizos, y unas entrañables tiritas en forma de cruz en la nariz, como en los tebeos de antes. Duele verlo, porque son de esos golpes traicioneros que los objetos domésticos nos tienen preparados –una puerta entreabierta, en su caso–, quizá para recordarnos que hay otros peores, pero que no puedes devolverles con una patada mal dada por el cariño que pasados los años les cogemos a esos enseres fieles y silenciosos que lo han visto todo. Diferente son los golpes que dan los hombres, porque contra esos no se puede hacer nada. Si te dan bien, te dejan en el sitio.
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