Museo del Prado
Antonio López hace la compra
La pintura comienza en la naturaleza. El dibujo es la intelectualización de la realidad. Es la manera que tiene el hombre de apropiarse del mundo, de reducirlo a las medidas de su propia comprensión. El principio básico de cualquier aprendizaje es la imitación.
El genio siempre empieza copiando a los grandes, a los que admira, reconstruyendo los logros que ellos han alcanzado y cribándolos a partir del tamiz de su entendimiento, que es lo que define su personalidad de artista. Antonio López es un maestro que ha reencontrado la mirada, que ha recuperado la vista como uno de los órganos principales de la creación. En un mundo de abstracciones, él nos ha devuelto el objeto, que había desaparecido de las salas de los museos y del que tanta necesidad había.
Colores y luces
Él sabe que el niño dibuja lo que ve, lo que encuentra en sus primeros encuentros con sus inmediaciones. Los círculos y rayas que los chavales trazan en el folio desechado, sólo es falta de muñeca, falta de autodominio. Carencia de disciplina muscular. La mano siempre va por delante. Luego llega la mente, que no es más que reflexión y control. Para ser pintor hay que traspasar la materialidad que envuelven las cosas. Apreciar el brillo, la luz que existe en la materia, que es lo que les da sus límites. Antonio López no compra calabazas, pimientos, tomates, cebollas o animales despellejados, reducidos al desnudo miserable de sus entrañas. Compra colores, texturas, rugosidades, contraluces, matices, formas igual que antes había adquirido pinturas, pinceles, lápices, telas y cuadernos.
Antonio López es un artista meticuloso que en el mercado elige con cuidado y que siempre exige una manzana en vez de otra. Pide «la calabaza más grande», no por caprichoso, sino porque conoce las reglas del dibujo, del arte, y en cada fruta, verdura o carne hay un tamaño, un peso que le condiciona. El bodegón comienza en una buena selección de frutas y hortalizas, que no son más que volúmenes, superficies, reflejos y sombras. Para enseñar a los alumnos de su taller en la Universidad de Navarra, que termina este viernes, antes ha tenido que llenar el aula de estos contrastes que recortan el perfil, porque un hombre nunca es el mismo bajo la luz del sol que ante el neón eléctrico del fluorescente.
Un bodegón como pretexto
«El trabajo del natural es siempre saludable. Los talleres se componen de gente muy diversa y el bodegón abarca a todos. Hay que partir de algún lugar, porque desarrollar la libertad total en cinco días sería dificilísimo», ha explicado López para justificar la opción de trabajar con la calabaza de 14 kilos, la sandía de 7 o los huesos de carne al vacío de los que se ha avituallado en el mercado, informa Efe. Y el artista añade una nueva lección: «Los bodegones se hacen para pintar, pero se pinta para que haya un motivo, un pretexto, un impulso para poder hablar entre nosotros y desarrollar unos conceptos».
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