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Entre secretos y desastres

La Razón
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El mundo de la diplomacia se ha mostrado siempre ambiguo a lo largo de la historia. Se creyó siempre que tras la figura de los embajadores y los funcionarios adscritos bullía otro mundo que fue ya reflejado por la novela policíaca y de espionaje y por el cine y las series. Cuando existían dos bloques todo parecía previsible y hasta evidente. Pero el nuevo siglo es multipolar. Ha desaparecido la figura del enemigo y no se requiere ya la presencia de una gran potencia para provocar la catástrofe. Los pequeños países y hasta los grupos marginales son capaces de alterar el sueño de los poderosos, porque el terrorismo –el gran azote– puede hasta resultar barato. Por poco dinero puede armarse una excelente catástrofe. Países de menor relevancia como Corea del Norte, Irán o Pakistán pasan al primer plano, de pronto, dada la expansión de la industria atómica. Los peligros colectivos deben atajarse, pues, con el arma de la información. Y ahí entran la guerra sucia, las secretas públicas y privadas que se multiplican. La coincidencia de todo ello con el fenómeno internet ha hecho tambalear los cimientos de lo que antes se sabía más o menos, pero hoy se difunde sin control o casi. La madre de Julian Assange, el promotor de Wikileaks, teme por su vida. Y no es para menos. El Gobierno sueco ha lanzado una orden internacional para su detención por una presunta violación. Quieren imitar a Al Capone al que encarcelaron no por sus crímenes sino por evadir impuestos. Pero ¿cambiarán las revelaciones más o menos escandalosas las relaciones diplomáticas internacionales? Es poco probable y los escándalos que han provocado la serie de periódicos que poseen los datos e irán proporcionándolos de común acuerdo no pasarán de un minúsculo grupo de interesados. ¿Quién no suponía que EE.UU. velaba por sus intereses –por duros que fueran– con la connivencia de sus aliados? Lo secreto y trascendente no pasa por las legaciones diplomáticas. Se trata al máximo nivel.

Sin embargo, las revelaciones de Wikileaks introducen aún mayor confusión en un mundo ya confuso que parece encaminarse hacia un desierto ilimitado. El ciudadano advierte, incluso a través de la prensa de referencia en parte de los países occidentales, que existe una mano oculta, que los servicios que consideraba seguros no lo son tanto, que el periodismo de escándalo llega al más alto nivel y que, sin los oportunos análisis, la información escueta poco le aportaría al hombre de la calle. Es de suponer que a nadie ha de sorprender la existencia de las alcantarillas del poder, hoy al alcance de algunos, porque el fenómeno Wikileaks puede repetirse por mucho que se empeñen los estados en cifrar mensajes y comunicaciones, salvo que retornemos al mundo de las palomas mensajeras. Lo que hoy advertimos son muchos halcones y no sólo en el ámbito de las relaciones internacionales. Quiérase o no estamos sujetos a los deseos de unos mercados innominados que han decidido bajar los humos a Occidente. El acoso a los trabajadores y a la clase media (base de la sociedad del bienestar) es, entre otras cosas, consecuencia de la irrupción en el escenario de las grandes potencias de Asia. La descolocación de empresas, el derrumbe progresivo del consumo, el «sálvase quien pueda», va de Nueva York a Tokio, pasa por Berlín y París y acosa a los países con menos tradición industrial, con menos I+D+i, con peor formación profesional y tejido industrial. Las promesas de Zapatero sobre la continuidad de su política social se han venido de nuevo abajo, como ocurrió en Gran Bretaña, Italia o Francia. ¿Cómo competir con India o China o tantos otros emergentes? El futuro parece inclinarse hacia países de gran población, de abismales diferencias sociales, de desigualdades sociales injustas: países fuertes que disponen, además, de una cuidada minoría de formación investigadora y técnica, con cada vez mejores universidades y un potencial comercial desmesurado. Europa posee una larga historia de enfrentamientos, de desigualdades, de rivalidades de todo orden que la moneda única, por sí sola, no resolverá a corto plazo. Si a Alemania le cuesta tanto esfuerzo ayudar a Grecia y si Irlanda pasó de la pobreza al derroche y ahora debe retornar al camino de la emigración, quiere decir que los europeos aún no estamos a la medida de las nuevas sociedades. Ahora, cuando disponemos de AVE, no podremos pagar los billetes. Estamos caminando como los cangrejos, hacia una sociedad más parecida a la de los años cincuenta. Todo ello provoca un desconcierto general, que supera nuestras fronteras. Los valores seguros (como la Banca o los inmuebles) no han resistido. Rotos los primeros diques de contención, el problema se traslada a otras zonas que habrían de resultar indemnes. La crisis afecta a una mayoría por activa o por pasiva. Se salvan aquellas empresas que logren poner algún pie en el exterior. Podremos competir con los asiáticos o con quienes sea si somos capaces de descubrir en qué y cómo. Algunas empresas españolas lo han conseguido ya, pero la pequeña y mediana no dispone de los métodos ni de las oportunas direcciones empresariales. No era exagerado decir que saldríamos de la crisis de manera distinta a cómo entramos. Nuestra sociedad, pese a Europa, cambia. Parece que a peor.