Historia
Alma con uñas
Cuando uno tiene dieciséis años, la de morir le parece una idea descabellada; sesenta años después, le resulta una idea inevitable. El caso es que hay momentos de la vida en los que ni la muerte es una obsesión ni un motivo de pánico. Como estoy más cerca de la tumba que de la cuna, con cierta frecuencia me pregunto cuál será mi actitud llegado el momento de despedirme de la vida. Si fuese creyente, la aceptaría con resignación cristiana, con la presencia de ánimo de alguien que sabe que la muerte es sólo un trámite camino de la resurrección, una especie de apagón momentáneo mientras al otro lado del telón Dios cambia los decorados para el siguiente acto. ¿Realmente existe el alma? A mí me gustaría que fuese cierto, que es algo que está ahí y que puedes contar con ello, como un aro de corcho con el que te mantienes a flote hasta que pasa el guardacostas a recogerte. De niño me dijeron que todos teníamos un ángel de la guarda que velaba por nosotros. Al hacerme mayor sufrí algunos problemas y pensé que si fuese cierto lo del ángel de la guarda, lo más probable sería que cuando me zurraron en aquel club de carretera mi ángel de la guarda estuviese de mirón en el tocador de señoras. Pensé entonces que aquel tipo podía haberme quitado la vida y que allí se acabaría todo porque, como no era creyente, no vería ese otro amanecer indoloro e ingrávido en el que se despiertan de la muerte los hombres de fe. Aunque sea por conveniencia, uno vuelve sus ojos hacia Dios cuando presiente la muerte. Yo nunca estuve seguro de su existencia, pero sabía que era un recurso de urgencia, un paliativo, algo de lo que echar mano mientras barruntas la muerte y tarda tanto la ambulancia. Esa desoladora angustia del agnóstico hace que uno recapacite sobre su lugar en el mundo y se plantee la posibilidad de imbuirse de una fe interesada, un fervor táctico, el mínimo entusiasmo teológico que un hombre necesita para convencerse de que el alma existe aunque no sea tangible ni se vea, aunque sólo sea por la misma razón por la que el agua es transparente a pesar de contener tantas cosas como dice la etiqueta del envase. Ya sé que la fe no es algo que uno pueda improvisar a su antojo. Si no consigo poseerla, me espera una muerte sin esperanza, sin posteridad, sin resurrección. A lo mejor resulta que por su esencia tan elemental, la fe en Dios es más fácil destruirla con la inteligencia que con el hambre. Hay algo como de higiene en la fe. Por eso la noche que me zurraron en el club de carretera pensé que lo peor no sería que Dios viese las manchas de mi alma, sino que se fijase en las uñas de mis pies.
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