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Reagan: cien años

La Razón
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Personalmente estoy convencido de que la Historia de España discurre en no escasa medida en la sucesión de ciclos dramáticamente parecidos. Al inicio, los españoles causamos la admiración del mundo por descollar en empresas extraordinarias. Luego aparece un fanático que nos empuja a berenjenales contrarios a los intereses nacionales y que, por si fuera poco, acaba arruinando nuestra economía. Después, como si se tratara de digerir un atracón, España cae en un proceso de ensimismamiento sesteante y perdemos unas cuantas generaciones. Los signos de hasta qué punto España puede estar a punto de entrar en uno de esos letargos cíclicos se han ido multiplicando en los últimos tiempos. Uno bien reciente ha sido la prácticamente nula atención que se ha prestado al centenario de Ronald Reagan. En Estados Unidos, por supuesto, la efemérides ha provocado una oleada de celebraciones siquiera porque el pueblo está convencido de que ha sido el mejor presidente de su Historia tan sólo precedido por el también republicano Abraham Lincoln. Algo semejante ha sucedido en algunas naciones europeas que son conscientes de lo que significó Reagan en la extensión de la libertad para el continente. En España, quizá se ha silenciado el aniversario porque Reagan es un mentís a la política de la práctica totalidad de partidos españoles. De entrada, Reagan procedía de la izquierda. No sólo fue militante del partido demócrata sino además cargo sindical. Lo fue hasta que llegó a la conclusión de que la suma de la izquierda y de los sindicatos era de lo peor que podía sucederle a una nación, en general, y a los trabajadores, en particular. Elegido gobernador de California durante varios mandatos, Reagan llevó a cabo una política de reducción de impuestos, de respaldo a la iniciativa privada y de limitación del endeudamiento público. La izquierda puso el grito en el cielo, pero cuando abandonó el cargo California era una de las primeras potencias económicas del globo. Llegó a la Casa Blanca con el mismo programa económico y también con una visión notablemente clara en el terreno de la política internacional. Podía prácticamente resumirse en la idea de que la libertad era un bien que debía alcanzar a todos los pueblos y que aquellos que la coartaban –fueran los regímenes socialistas o el Irán de los ayatollahs– eran malos por definición. La consecuencia fue la articulación de un sistema de defensa, la llamada guerra de las galaxias, que precipitó el colapso de la URSS y la desaparición del Pacto de Varsovia. Reagan no tenía complejos estúpidos ni era políticamente correcto. Podía así lo mismo señalar que la teoría de la evolución hacía aguas –algo que señaló el mismo descubridor del ADB– que arengar a Gorbachov para que derribara el Muro de Berlín. Tras su segundo mandato, el mundo era mucho más seguro, más libre y más próspero. Podría añadirse que también era más sensato. La mediocridad de los que vinieron después ha logrado que la lucha por la libertad se haya embotado, que las dictaduras campen por sus respetos y que incluso el islam sea mucho más amenazante. Todo ello mientras los gastos salvajes de determinados gobiernos nos siguen hundiendo en una trágica crisis económica. Reagan dejó bien claro cómo enfrentarse a todos esos problemas, pero los sectarios no están dispuestos a escuchar las lecciones de la Historia. Así nos va.