Teatro
La dichosa cultura
Los que al parecer tenemos una gran cultura no sabemos si en efecto es así. Puede que sí y puede que no. Yo puedo causar una desilusión, porque sólo hablo de lo que sé, que, al parecer, no es poco, pero de lo que ignoro no digo palabra, por lo que se pudiera creer que también abarco grandes parcelas de ese conocimiento. Pues sepan ustedes que, en ese terreno, soy lo que se dice un pozo de ignorancia.
En primer lugar, yo no he estudiado letras, ni filosofía, ni matemáticas, ni casi geografía. Y es tanto lo que ignoro que no sé lo que sé. Y, sin embargo, en el terreno del arte y la estética, tengo tantos y seguros conocimientos que tampoco sé cómo los he adquirido; parece que han caído sobre mí como una profusa granizada, que se me han pegado involuntariamente, sin ningún esfuerzo por mi parte. ¿Por qué? Porque al pie de esa montaña he nacido yo. Los libros, los cuadros, la música, estaban ahí y se imponían a mi conocimiento como el descubrimiento de la naturaleza, los árboles, las nubes, las montañas, todo lo que se ve.
Como el que nace, se cría y se desarrolla al pie de una gran montaña, su existencia y su presencia dominarán toda su vida. Pero hay otras planicies y otras montañas del conocimiento que ignora por completo. La mía es el mundo del arte, de la literatura, de la imaginación lúdica… Y como nacido al pie de esa montaña, no puede calcularse lo que sé de ella. No puedo conocerla en su totalidad, pero son infinitos los senderos, los accidentes, las perspectivas, los barrancos y muchas de sus características geológicas lo que puedo conocer y sentir como formando parte de mi ser.
La Historia del Arte es, para mí, esa montaña maternal. La recorro en todas direcciones, hasta donde puedo alcanzar y por todas partes me acoge como a su hijo natural. Es tan grande o vasta – tan infinita– como el universo y no puedo negar que yo soy parte de él. Pero también pudiera decirse que soy «un lugareño», que sabe mucho de su montaña natal, aunque, si se le desplaza y se le lleva por otros paisajes y vericuetos, se siente como un ignorante extranjero, que todo le queda por aprender, otro lenguaje, otras costumbres, otras formas de comportarse...
En suma, no es que yo tenga una gran cultura, sino que soy ese bien informado y competente lugareño, fiel a ese terruño y a las pequeñas o grandes parcelas que conoce de él. No puedo conocerlo en su totalidad, pero dentro de su inmensidad, es mi «patria chica», en ella reside mi familia, mi casa está allí; allí salgo de juerga o de romería, allí me emborracho, allí bailo la jota y allí escucho las coplas y las canciones de cuna de mi niñez. Pidámosle que cuente a ese acérrimo lugareño –del arte y de la imaginación lúdica– aquello que sólo sabe de su pueblo y tendremos discurso para rato, no se le podrá contener; dirá verdades, mentiras, fantasías…. Y al final, le escucharemos declarar:
- Miren ustedes, en mi pueblo no falta de nada. Tenemos buenas aguas, buenos aires y temperatura, buenas tierras de labrantío, tenemos nuestros santos mártires reverenciados, grandes fiestas, procesiones, comedias, rondallas, rosario de la aurora, concilio de brujas, fuegos artificiales, gente brava y trabajadora, hidalgos con mucha prosapia y villanos graciosos que lo llenan de risa espontánea. Y todo esto, al pie de una montaña majestuosa, impresionante, que no se cansarán ustedes de escalar, hasta donde le pidan las fuerzas. La vida en mi pueblo no tiene desperdicio. Vivirán ustedes en un perpetuo estado de bienestar. Visiten ustedes mi pueblo y no tendrán queja de su hospitalidad.
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