Nueva York
Cohen cuenta y canta
El artista, del que se acaba de publicar su biografía en España, «Soy tu hombre», actuó ayer en Madrid
La suya fue una vida llena de contradicciones. Nació judío y se convirtió en budista, quería ser santo pero practicó el pecado, soñó con ser poeta y terminó siendo cantante. Nació en una cuna acomodada y terminó siendo un vagabundo. Esta dualidad que se recoge en su obra literaria y en su incomparable cancionero la desgrana con sutileza y magnífica pulsión narrativa Sylvie Simmons en su biografía, «Soy tu hombre».
Cohen nació en una zona pudiente de Montreal, en una familia ordenada que defendía la «aristocracia del intelecto», en la que la religión aparecía pero «no más de lo que un pez menciona la presencia del agua». El joven Leonard (su biógrafa siempre le alude por el nombre de pila), vivía despreocupado por las luchas sociales, la guerra o el racismo. Descubrió un talento natural para la hipnosis, técnica con la que logró hacer que su criada se desnudase ante él. «Siempre se quejaba de que no había chicas. Era bajito pero conquistaba con la conversación», cuenta su biógrafa. El primer «Big-Bang» de Cohen fue el encuentro con la poesía de Lorca (nombre que le puso a una de sus hijas) que era ver unidas «la poesía, la música, el deseo sexual y el anhelo espiritual». Después llegaría otro fogonazo, cuando vio a un gitano andaluz tocando la guitarra rodeado de mujeres. Eso fue lo que más interesó a Cohen. Quiso que el gitano le enseñase a tocar, y tomó dos lecciones. Cuando fue a por la tercera, se enteró de que se había suicidado.
Cohen sólo quería ser poeta. Empezó a escribir constantemente, a desmenuzar poemas en la universidad. Y su personalidad seguía creciendo entre la santidad y el hedonismo. Su deseo sexual no dejaba de crecer. «Ofrezco el éxtasis como la solución a la náusea» decía. Sus primeras obras literarias no tuvieron éxito comercial. Se retiró a la isla griega de Hidra, donde había recalado por casualidad y comprado una casa sin electricidad ni agua corriente. Cohen, que ya había conocido los bajos fondos de las ciudades, se recluyó a escribir «Hermosos perdedores», su último libro. Consumió grandes cantidades de LSD, «speed» y hachís mientras trabajaba hasta 15 o 20 horas diarias. En pleno verano, pese al calor, terminó la novela y comenzó un ayuno de diez días. Perdió la cabeza, tuvo alucinaciones, hubieron de recluirle en un hospital. «Tardé diez años en recuperarme», dijo Cohen, que no encontraba un modo de vida. Hasta que en Nueva York, donde estaba de paso, pudo cantarle a alguien sus poemas musicados. «Leonard descubrió que escribir canciones no era un calvario, y, sobre todo, que le servía para ganarse la vida», escribe Simmons.
Ahí comenzó la peripecia más conocida, en el Nueva York del Chelsea Hotel, sus circunstanciales encuentros con Patti Smith, Bob Dylan, Jimi Hendrix... Desfilan, claro, todas sus relaciones con las (muchas) mujeres de su vida, los abusos de sustancias, su retirada a un monasterio budista, las recurrentes depresiones, los días junto a la cama de su hijo Alan, en coma. Y el agradecimiento que debemos tenerle, todos menos él, a su asistente Kelley Lynch, que le estafó seis millones de dólares y obligó al señor Cohen, tan elegante, vestido de 25 alfileres, a volver a la carretera.
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