Galapagar

El toreo como religión

José Tomás tras ser volteado
José Tomás tras ser volteadolarazon

Un enorme aliciente. La vuelta a los ruedos que ayer consumó José Tomás supone una gran noticia que da más vida a la Fiesta en una coyuntura como la actual, en la que está siendo más cuestionada que nunca e incluso algunos sectores presionan para su prohibición. Es extraordinario todo lo que ha creado alrededor de su figura, de su toreo. Su resurrección desempolva su leyenda. Recupera el icono del mito, en este caso, vivo y en activo, al que aferrarse para derrotar los ataques de los abolicionistas.

Resulta cuanto menos irónico que se cuestione por su parte si la Fiesta es o no Cultura. Las corridas de toros son Cultura. Y su cambio de ministerio, de Interior al de Ángeles González-Sinde, que sería más cercano si accediera el Partido Popular al poder en las próximas elecciones generales, resulta fundamental.

No en vano, los toros son el Arte llevado a la quintaesencia. Al extremo. El torero es el único gran artista que está dispuesto a morir, a dar su vida, por su obra. Además, tiene el don de ser un arte improvisado, adecuado a la condición de cada astado, y efímero, pues queda presente en la memoria de los espectadores durante décadas. No es extraño oír hablar en un corrillo sobre las chicuelinas que hizo Curro Romero en tal año o los naturales de Manolete en aquel otro. Esa es la belleza inigualable del toreo, su fugacidad lo convierte en inmortal, algo que posiblemente sólo el teatro, del resto de Artes, pueda igualar.

Aún fascinándome su concepto, su extraordinaria manera de vivir esta profesión dejándose matar si fuera menester al pisar esos terrenos del toro, no comparto ese valor seco que exhibe corrida tras corrida. Mi manera de concebir este espectáculo se basa en el artificio más que en acercarse al toro. Me gusta contemplar ese engaño de hacer pasar al toro por donde el matador quiere y no donde el toro desea. Ahí, está el peligro.

Lo reconozco, el último día que me acerqué hasta la plaza para verle en directo –no falté en sus dos puertas grandes en Las Ventas en 2008– salí aterrorizada, con los pelos erizados del miedo. Me repetí que no volvería a verle. Me he decantado por otras figuras como Enrique Ponce, El Juli o José María Manzanares. Es lo bueno del toreo actual, que habitan seis o siete espadas de primer nivel en una nueva Edad de Oro de la tauromaquia.

Pese a todo, nadie, ninguno de ellos, arrastra como el genio nacido en Galapagar, como José Tomás. Esa divinidad ensímismada, hermetizada, que lleva el toreo hasta casi el sacerdocio. Una vida monacal esbozada por y para el mundo del toro. Su cuidada privacidad, además, contribuye a engrandecer su enorme dimensión. En todo este compendio, reside su éxito. Un éxito casi religioso, un fervor místico que ayer Valencia y España entera pudo saborear.