Finanzas
El precio del dinero
Mi sobrina me preguntó ayer que cómo había comenzado «esto». Incluso una niña se da cuenta de que vivimos tiempos muy duros. Ya van para cuatro largos años de decadencia, de agonía económica, vital. Recesión y depresión, no sólo financieras. Aumenta el paro cada día, mientras el precio del dinero comienza a subir también. En el 2008, el dinero se puso caro... para lo que estábamos acostumbrados. Las hipotecas empezaron a asfixiar a las familias, repuntó la morosidad, se cerró el grifo del crédito y con él miles de pequeñas empresas. La herida de la crisis nos afligía, enseñaba su feo aspecto. El dolor, aseguran los médicos, es síntoma de que los organismos funcionan y tratan de curarse, de que el cuerpo empieza a rehabilitarse… Pero dígale usted eso a un cabeza de familia que no puede pagar su cuota mensual de una hipoteca que lo ha esclavizado por 30 años con la promesa de que el dinero sería barato para siempre… Y hete aquí que, de nuevo, estamos como en 2008. Todas aquellas medidas que se tomaron (la Reserva Federal de EEUU, el BCE…) y que, según nos dijeron, darían pronto sus frutos, se asemejan ahora a unos palos con los que se intentara construir un dique cuando ya ha empezado el aluvión y que, no sólo no logran controlar la riada sino que la vuelven más peligrosa pues, a la fuerza del agua, se suma la de los escuálidos troncos.
Todo empezó con el dinero barato. Hace un tiempo a algún político en USA se le ocurrió que estimular la concesión de créditos «baratos» era una manera fácil y bastante lustrosa de matar dos pájaros de un tiro: transformar a los pobres en «ricos» (moderadamente ricos, claro) mediante el expeditivo método de endeudarlos de por vida para convertirlos en propietarios de sus casas (valores seguros) y, de paso, complacer a los bancos que, ofreciendo dinero a un interés bajísimo, mostraban una cara humanista mientras hacían el negocio del siglo: tipos de interés casi a cero, pero un número inconmensurable de clientes que compensaban y hacían más lucrativa la operación. La idea era: un negocio en el que todos salían ganando (un imposible). Nos lanzamos ávida y codiciosamente sobre los préstamos. Nadie nos obligó. Luego quedó demostrado, en nuestras cuentas, que el dinero no obedece a mandamientos políticos: tiene sus propias reglas, y la primera de ellas dice que si el dinero fuera gratis no se llamaría dinero sino probablemente «basura». La segunda, que sólo el que tiene dinero, o posibilidades de ganarlo, puede pedir dinero prestado. Así nos lo enseñaron las hipotecas «subprime» que dejaron al descubierto que la política del dinero casi gratis es una trampa mortal, y que llegará un tiempo en que la Reserva Federal de EEUU no podrá seguir dándole a la máquina de imprimir billetes o correrá el riesgo de convertir los USA en Zimbabue. O que quizás, poco a poco, todos volveremos a los tipos de interés del 14% (¿se acuerdan…?).
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