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Milagro en un trapecio
Marisa se cayó del trapecio en el Circo Mundial, en Madrid. Voló, pudo agarrarse al borde de la red un instante y se desplomó sobre el público: «Un ángel me salvó», dice
Marisa no quiere posar para una foto de espaldas a la arena del circo. Hay algunas cosas que sólo haría si no quedase más remedio. Puede que sea un exceso de superstición, algo irracional, pero es que necesita sentirse protegida. Por eso, en la caravana junto a la carpa del Circo Mundial en La Vaguada de Madrid, en la casa que comparte con su marido, el trapecista Salvi Tonito, y Madison, la hija de ambos, hay un rinconcito que es un pequeño santuario, lleno de figuras religiosas. A Marisa le da valor pensar que alguien que vela para que todo le vaya bien. La protege, además, el crucifijo que lleva al cuello, y también el rosario y las cintas del Pilar que ha colgado arriba, en el cielo de la carpa, desde donde se lanza con el trapecio todos los días.
Marisa es bajita y parece más frágil de lo que realmente es. Por las noches, mientras aún dura el calor de la calefacción de la función anterior, ensaya con el resto de los compañeros. Se han apagado las luces de colores del circo. Su hija Madison corretea y mira los saltos sin conocer lo que es el peligro. Hace tiempo, Marisa tuvo un accidente laboral en Sevilla: se cayó en el límite de la red y los pies se le quedaron por fuera, colgando en el abismo. Un gaje del oficio. Un periodista comete erratas, un abogado pierde casos. Una trapecista se cae.
Un mal gesto
Este mes de diciembre, en una función por la mañana, en Madrid, Marisa como siempre besó el rosario y el crucifijo. Se agarró al trapecio, sintió la atención absoluta del público y voló, con la tranquilidad de una acción mil veces repetida. En el momento justo, saltó y se enganchó a los brazos de su cuñado, que la esperaba boca abajo y en tensión.
Una trapecista nota rápidamente cuándo ha hecho un mal gesto y no se ha agarrado bien a los brazos del otro. Ella lo supo. En los ensayos de por la noche y sin público, si lo hace mal, cae sobre la red, con naturalidad. Pero eso no ocurrió. Lo que llegó enseguida lo recuerda como si hubiesen pasado horas en lo que fueron dos segundos. Escuchó el «ay» angustiado del público que había llenado ese día el Circo Mundial. Después, escuchó el silencio. Marisa, por el impulso, volaba sin control, su cuerpo giraba y sobrepasaba la red que cubre la arena y parte de las gradas. Tuvo tiempo de agarrarse al borde de la malla, pero no lo suficiente. Estaba a más de diez metros de altura. Y cayó.
«Fue un milagro, como si alguien la bajase desde arriba con cuidado», cuenta su marido. Iba a caer entre una niña sentada y su padre, pero éste se levantó y agarró a Marisa antes de que se golpease. Ella no se hizo nada, él no se hizo y la niña la miraba con cara de susto y sin un rasguño. No saben nada de él, ni de la niña. «Fue espectacular, la verdad, fue un momento en el que me dio tiempo a ver todo: dónde me enganchaba, dónde iba a caer. Nosotros decimos que tenemos un ángel. Y creo que ese día me salvó», recuerda Marisa con detalle y sin apenas sentimiento. Se ha acostumbrado a olvidar los malos momentos. Serían las 11:30 de la mañana cuando tuvo el accidente. A las 16:00 horas tenía otra función. Se subió al trapecio, hizo los rituales de siempre y saltó, como ha hecho toda la vida, sin pensarlo. «No somos conscientes de que puede haber tanto peligro, porque si no, no lo podrías hacer. No piensas que te juegas la vida», cuenta su marido.
Hasta los 18 años, Marisa hacía malabares con el pie, sobre el suelo. Conoció a Salvi y se cambió al trapecio. En el Circo Mundial trabaja con su marido, su cuñado y su suegro, el entrenador, quien intenta mentalizarla de que siempre tiene que seguir intentándolo, aunque no salga a la primera. «Me tomo muy a pecho el trabajo, tengo que intentar ser más pasota. Pero no me sale». Ahora están en Madrid, pero han viajado por Alemania o Australia, allí donde se pide un trapecista.
Merece la pena, pese a que el cuerpo empieza a doler y hay una niña que mira. «Voy a hacer esto hasta que el cuerpo aguante», dice y se sube el abrigo. Antes de irse, pide, algo intranquila, que bajen a Madison, su hija de seis años, que se ha subido a la red, junto a dos adultos. Que la bajen, por favor, que le da terror verla allí arriba.
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