Literatura
Gente sudada (II) por José Luis Alvite
Cuando yo era sólo un crío me fijé en que las chicas se disputaban la sonrisa culposa del muchacho peleón y sudado que sólo salía de un jaleo por el puro placer de meterse en otro. Yo era sólo un muchacho observador y solitario, con un desarrollado sentido de la cobardía; un niño que les soplaba a las mariposas para hacerles más llevadera la fatiga de volar, una diocesana criatura sin maldad que ni siquiera sudaba al arrimarse en agosto al fuego. Una tarde se me acercó una de aquellas muchachas y me preguntó por qué no me iba de juegos con los otros muchachos y permanecía tanto tiempo a solas, entretenido en tonterías, como la de calcular cuánto podría pesar la cabeza abstraída de un fraile con la comunión en la boca y la mente en blanco. «Me caes bien-dijo- pero me gustarías más si tuvieses la espalda sudada». Pienso ahora que la muchacha tenía razón y que era natural que no sintiera simpatía por aquel crío reflexivo y cobarde que parecía el resultado de haberse cruzado en la cama dos estatuas de jabón. Con razón ella prefería a aquel tipo ilegal y combativo que aunque estuviese recién levantado de la cama por la mañana tenía las facciones escabrosas y confusas como si se hubiese lavado la cara con la meada rota y asimétrica de una vaca. A todas aquellas muchachas de mi niñez les gustaba que de todas las cosas que se dijesen de un hombre sólo fuesen mentira las buenas. Muchos años después de aquello, me dijo de madrugada una fulana: «No trabajo en una perfumería, encanto, es cierto, ni es seguro que los hombres que vienen por aquí sean más limpios que sus perros, pero lo supero porque cada vez que paso la mano por el lomo de cualquiera de esos tipos imagino que la jodida seborrea que resbala por su espalda es el sudor de William Holden».
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