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La Razón
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Si nadie lo remedia (Dios no lo quiera), desde este día (que es viernes) Eduardo Torres-Dulce será fiscal general del Estado. Bien saben mis fieles (uno o ninguno) que servidora es una indigente intelectual y que rara vez suele coincidir con los dictados e intereses del partido de turno (sea el que sea), pero, en esta ocasión, he de reconocer mi alegría por el nombramiento. Bien es verdad que lamento profundamente que Rajoy no haya tenido un detalle con González Pons (belleza en siete días) porque a mí me hace muchísima gracia esa pinturera estampa, ese gesto juvenil y esa postura de galán de teléfono góndola blanco, pero me quedo con lo de Torres-Dulce, un señor de los que ya no quedan. Pero no es que no queden de esos en los juzgados, en las fiscalías o en los tribunales, es que de esos no quedan por la calle. Torres-Dulce es un magnífico caballero, de modales impecables, de exquisita educación y de una honestidad profesional de libro. Se trata de un tipo cabal, de los que se merecen que una les confíe sin pensárselo las llaves de su casa y el candadito de la caja de las cochinadas. Nada dirá ese fiscal, alto, delgado, culto, el marido de Lourdes, el amigo de siempre de sus amigos, el madridista que todo atlético hubiera querido como vecino. Así que sólo quiero decirle desde aquí que estoy convencida de que está donde se merece, donde nos merecemos, que espero que lo haga como creo y como creemos los que le conocemos y que le deseo, simplemente, que no cambie. No nos quedan muchos Gregory Peck vivos. He aquí a un ejemplar en extinción.