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Cultura: fin de un modelo por José María Marco

La Razón
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En poco tiempo, Gerard Mortier, belga de nacimiento, ha conseguido convertir el Teatro Real en la sucursal de un teatro de provincias de su país para dar al público madrileño lecciones de sibaritismo progresista. No es de extrañar el recibimiento que tributa la gente al espectáculo que se representa allí estos días. El Teatro Español estuvo dedicado durante mucho tiempo al conocimiento y a la divulgación de los clásicos de nuestra literatura. Quien firma esto escuchó allí, por primera vez, los versos de Guillén de Castro, de Zorrilla, de Lope y de Calderón. Hoy su escenario acoge a una revista musical que intenta imitar a las norteamericanas. En los Teatros del Canal, otra carísima instalación escénica pública madrileña, uno de los platos fuertes de la temporada ha sido un espectáculo pornográfico, de esos que amenizaban antes las madrugadas de los caballeros rijosos que identificaban París con la esencia de lo sicalíptico.

Es evidente que la cultura subvencionada ha entrado en España en una crisis final. Quedan pocas alternativas entre el cierre y una reforma profunda, de la que salga cambiada, adaptada a la nueva circunstancia y alejada de las manías de estos últimos cuarenta años. Un primer paso será rescatar la cultura de los caprichos de una élite que ha hecho del dinero y el poder públicos un medio para recrearse en sí misma, en sus clichés, en sus tópicos y en sus prejuicios ideológicos. Habrá que volver a pensar en el público, en sus intereses, en sus gustos.

Otra línea es la que viene exponiendo en estas páginas Pedro Alberto Cruz Sánchez, en sus espléndidos trabajos sobre el final de la cultura subvencionada. Como dice Cruz Sánchez, no es sólo que la subvención sea ya inviable: es que demuestra que la cultura, como tal, no ha interesado a los responsables políticos. La subvención es la forma más sencilla de quitarse de encima un problema. La crisis y la degradación del sistema hacen insostenible un régimen en el que el dinero público ha venido a paliar ese desinterés. Habrá que reflexionar sobre el papel del Estado en la cultura y elaborar un modelo que sea capaz de generar su propio público. La cultura dependiente tiene sus días contados, y eso no es del todo una mala noticia.

Otra línea que será necesario tener en cuenta es la dimensión nacional de la cultura oficial. Hoy en día, un estudiante español puede cursar todos sus estudios sin tener la oportunidad de asistir nunca a una representación de un clásico. Lo mismo ocurre con la zarzuela y la música española, y otro tanto en la ópera –en particular en Madrid– donde la música y los cantantes españoles están desterrados. ¿Alguien se imagina que en París no se pudiera asistir a una representación de Molière o que en Londres no subiera a escena en toda la temporada ni una obra de Shakespeare? A eso nos ha llevado este modelo.