Consejo de Ministros
Cumpleaños adulterado
Por más que resulte extraño e incluso contradictorio celebrar como si nada el Día de la Constitución bajo el Estado de Alarma, lo cierto es que a sus 32 años de vida nuestra Carta fundamental luce un saludable vigor y anuda el consenso de la gran mayoría de la nación, como ayer se demostró en los actos conmemorativos de las Cortes. Lejos de cuartear su prestigio o de erosionar su credibilidad, la atípica situación que vivimos subraya la fortaleza de los mecanismos constitucionales y su capacidad para dar respuesta a los desafíos de envergadura que se plantean al Estado. La absoluta normalidad legal con que se ha decretado, aplicado y desarrollado el Estado de Alarma es la prueba irrefutable de que nuestro ordenamiento constitucional es eficiente a la hora de dar respuestas excepcionales a situaciones extraordinarias. Ya se puso de relieve a lo largo de estas tres décadas en episodios cruciales, como el fallido golpe del 23-F, y lo ha vuelto a demostrar estos días. Podemos, pues, sentirnos satisfechos de la lozanía de nuestra Constitución. Pero no sólo porque haya permitido conjurar un pulso al Estado por parte de los controladores aéreos, como explicó ayer el presidente del Congreso recreándose en la suerte con excesivo adorno y demasiada épica. Ha habido este año otros asuntos, menos aparatosos pero de mayor calado, a los que la Constitución ha dado respuesta y que bien hubieran merecido ayer el recuerdo y homenaje de sus señorías. Nos referimos a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. Habría sido conveniente y muy edificante que el presidente de las Cortes hubiera celebrado un veredicto que ha puesto a la Constitución por encima de una norma autonómica al anular varios de sus preceptos. Ayer, en los salones del Congreso, ante los representantes del Gobierno y de los partidos que apoyaron un Estatuto con graves tachas inconstitucionales, habrían sido el día y el lugar adecuados para encarecer el respeto a nuestra Ley fundamental y enaltecer su espíritu frente a intentos espurios de reformarla por la puerta de atrás. También eran el momento y el lugar indóneos para que los dos grandes partidos, PP y PSOE, hicieran autocrítica por el desastroso proceso de renovación del Tribunal Constitucional, que lleva tres años de retraso y que ha sido sometido por el Gobierno a dos modificaciones de su Ley Orgánica de manera arbitraria y a conveniencia partidista. Sin embargo, nada de todo esto ha merecido reflexión alguna por parte de los altos cargos institucionales, que ayer se limitaron al chascarrillo sobre Wikileaks, el zurriagazo al controlador y la puñaladita al adversario. Una clase política que despacha con cuatro banalidades la efeméride de la Constitución el año en que se han puesto en jaque el Tribunal Constitucional, su funcionamiento y sus sentencias, es una clase política desorientada, frívola e irresponsable que no tiene derecho a quejarse de la creciente desafección de los ciudadanos. Por lo demás, conviene subrayar la impecable contribución de Mariano Rajoy, recibido ayer a las puertas del Congreso con gritos de «presidente», a la resolución de la crisis creada por el chantaje de los controladores.
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