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Aljubarrota y memoria histórica

La Razón
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Hace unos días, al leer un excelente artículo de Cristina Sánchez Aguilar, mis recuerdos volvieron hacia ese Monumento de valor universal, según acuerdo de la UNESCO. Muchas de mis experiencias se asocian a él, en portugués Batalha. Es un mausoleo que apunta al futuro ya que en él se encuentran los restos de los «altos infantes» como les llamara Camoens, protagonistas de aquellos años en que Portugal y España, estrechamente unidas, andaban a la «descoberta di mondo». El nombre se debe a la batalla de Aljubarrota y desde luego nada tiene que ver con ella la Virgen María. No se trataba de un encuentro religioso sino de una pelea entre hermanos.

Es importante en nuestros días analizar ese que recomiendo llamar «error Aljubarrota» acaecido un 15 de agosto del año 1385. Veinte años atrás Portugal y Castilla parecían haber cerrado el procedimiento que ya se aplicará en los demás reinos que con ellos formaban la nación española: matrimonio siempre entre miembros de las dinastías reinantes, de tal modo que a la larga formasen todas un solo linaje. Y así, los súbditos, cuando cruzaban la frontera, eran tratados como los naturales del país. Pero Juan I de Castilla –es curioso que el mismo nombre y numeral se produjera en los tres reinos, Aragón, Castilla y Portugal– cometió un error muy grave, del cual fue advertido por el canciller Ayala y los otros nobles de su Consejo: estaba concertado el matrimonio de su hijo Fernando con la heredera lusitana Beatriz. El rey, cediendo a intereses puramente ligados al poder, sustituyó en el lecho nupcial a su propio hijo y quiso proclamarse monarca de Portugal. Esto era algo que las ciudades no podían tolerar y, a falta de otro mejor, pusieron su obediencia en un bastardo. Pero en Aljubarrota quien ganó la batalla fue ese arco de madera de tejo de nueve pies de largo que manejaban los combatientes ingleses venidos también por su cuenta. Un día recorrí, con los especialistas lusitanos, ese campo de batalla, cuesta empinada en donde la caballería castellana fue destruida por los temibles arqueros que ya en Crecy demostraran su superioridad. Batalha es un monumento a esta victoria. Pero lo que importa aquí es destacar dos gestos morales de gran envergadura. El mayordomo castellano, Pedro González de Mendoza, raíz de la Casa del Infantado, cedió al rey su caballo para que pudiera salvarse, y murió en su lugar. Los portugueses tomaron el cadáver y lo depositaron precisamente en Batalha, al lado de los suyos. Y el vencedor en la liza, Nuno Alvares Pereira, decidió entonces cambiar de vida, enterrar la espada y convertirse en santo. Hace dos años ha sido canonizado por Benedicto XVI. Portugal no olvida a sus héroes santos.

Hasta aquí la parábola. Pero a continuación vienen las consecuencias morales. El error fue reconocido y, pasados treinta años se decidió el retorno a los lazos de unión y de amistad fraterna. De Inglaterra había llegado Felipa de Lancaster para ser reina. Dicen los cronistas que su descendiente, Isabel la Católica, tenía sus mismos rasgos, pelo rojizo y ojos azules. Claro es que la soberana española, cuyo proceso de beatificación aguarda en un armario la oportunidad que merece, era nieta también de una hermana de esta Felipa, de nombre Catalina.

Una lección que debemos aprender: desde 1428 Portugal y la Monarquía española fueron, para Europa, el mejor ejemplo de la fecundidad en los entendimientos y el daño que causan los desvíos. Pocos saben que aquel gran secreto, el descubrimiento del Cabo de Buena Esperanza, oculto a todos, fue secretamente comunicado a Fernando el Católico. Y cuando Colón rompió el horizonte, diplomáticos, cartógrafos y religiosos se reunieron en Tordesillas para, de una manera absolutamente ejemplar, repartirse los escenarios de esa tarea común que iba a redondearlos campos del mundo. No es una casualidad que fuera un portugués, Magallanes, sirviendo a Castilla quien emprendiera el viaje capital. Bien. Aquí está la gran lección que los europeos y, de una manera especial los españoles, en este tiempo extraordinariamente difícil, debemos aprender. Nada puede superar esas tres dimensiones que aparecen constantemente en las relaciones entre España y Portugal, que comparten el suelo de aquella nación que en la Edad Media se llamaba Hispania o, mejor Spanya, como al principio se dijo usando la lengua occitanica. La primera es el reconocimiento en el afecto, que nace de un común sentimiento en su raíz cristiana. Siempre que españoles y portugueses se han sentido miembros de una misma carne las cosas han mejorado. Por mi parte no puedo evitar sentirme casi un portugués por los vínculos que me atan a ese país. En segundo término viene el reconocimiento de los valores morales. Nadie supera al noble que es capaz de dar la vida por su señor. Y así lo hizo el abuelo del marqués de Santillana. Y la guerra, en la victoria o en la derrota comporta la enseñanza moral de que es necesario buscar un camino distinto. No fue sólo Nuno Alvares quien escogió ese camino; también Pedor Löpez de Ayala se refugió en un convento. Nuestros políticos de hoy deberían modificar su memoria histórica buscando en el amor y la reconciliación el modo correcto de construir el futuro. Lo hicieron los monarcas españoles. Para Carlos V no hubo nada de este mundo que superara o sustituyera a su esposa Isabel, venida de Portugal.

Y en tercer lugar lo que significa Batalha, como lo ha reconocido expresamente la UNESCO: no es el memorial aséptico o una victoria sino el empeño en buscar el gesto de gratitud hacia combatientes de uno y otro bando. Las ojivas enhiestas de este monumento y las losas que cubren las tumbas, nos enseñan a pensar y a sentir. Todos seres humanos y como miembros de una gran familia.

Nuestros políticos de hoy deberían tomar buena nota de estos acontecimientos de un remoto pasado que, sin embargo, hace salir a la calle cada año a quienes lo conmemoran. El entendimiento estrecho entre Portugal y Castilla, dentro de esa compartida conciencia de hispanidad, es el mejor servicio que puede prestarse a la unidad europea. Que no puede construir sobre los estrechos límites de un Mercado sino sobre algo más importante: el sentimiento del amor que se expresa acogiendo fraternalmente a ese hermano que vive más allá de una Frontera que, a Dios gracias, ha dejado de existir.