San Francisco
La momia
Me entero de que quieren enterrar a la momia del padrecito Lenin, que sólo hace 87 años que luce un cutis dermoestéticamente envidiable por el que muchas mataríamos. Incluidos los hermanos Castro. La noticia me ha conmocionado. Mis demonios personales y yo no pegamos ojo desde que conocimos la intención de los imperialistas de dar descanso eterno, bajo tierra (¡qué ganas teníais algunos!, ¿eh…?) al que todavía es un mojón del movimiento revolucionario global. Yo me pregunto… ¿por qué quieren acabar con el inventor de la idea, más vigente que nunca, de fusionar todos los bancos en un único banco estatal bajo el control de los Soviets?, ¿por qué quieren sepultar al payo que se dio cuenta de que los anarquistas son pequeñoburgueses sin ningún porvenir?, ¿por qué no mandamos a Gallardón a la Plaza Roja para que encuentre una nueva ubicación para la momia, cueste lo que cueste…?, ¿o a Chávez para que organice la votación popular al respecto? Cualquier cosa con tal de no enterrarlo. Por favor. Hacerlo sería claudicar ante la presión del capital y reconocer que Lenin ha muerto. Y, lo que es más: desdeñar el logro de su hazaña taxidermista. Física, e ideológica. «Los Enemigos del Pueblo lo quieren inhumar porque envidian su lozanía y juvenil actualidad. Que la envidia está flaca porque muerde, pero no come», me lamento –mientras lloro amargamente a causa de esta nueva amenaza de la Reacción– delante de un ser vivo de mi pequeña familia disfuncional que va tirando miguitas de pan por toda la casa (como Pulgarcito, pero en plan capullo). Sin embargo, el ente no se inmuta por mi dolor. Su indiferencia burguesa hace que cambie mi expresión, como si acabaran de borrarme varios píxeles de la cara. Me cabreo. Lo pienso mejor. «Bueno, si San Francisco hablaba con los animales, ¿por qué no voy a hablar yo con este organismo vivo, que puede que sea, con suerte, un poco consanguíneo mío?», me digo para conformarme y aplacar a la macarra que hay en mí, que cada día está más asilvestrada. «Vale», me responde con apatía el afiliado a mi pequeña familia disfuncional; y añade: «¿quién es Lenin…?».
Me quedo paralizada por su incultura enciclopédica. Como si a mí también me acabaran de disecar en medio del pasillo. «Criatura rústica, molusco de maceta macilenta…», le reprocho, deprimida.
(¡Y es que así no hay quien haga la revolución ni nada…! Qué quiere que le diga, señora).
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