París
El burka a debate
Confieso que, si me lo permitieran, a mí me gustaría usar el burka, para ir de incógnito a todas partes. Sería feliz jugando al escondite con la sociedad. Como animal evolucionado que es el hombre, encubrirse, disimularse, es una proclividad muy natural en la jungla humana. Yo, con el burka, me dosificaría socialmente, y me desvelaría sólo ante mi familia intelectual y simpática. Quiero decir, en el sentido musical que le atribuye el Diccionario –en su tercera acepción– a la palabra simpático: «Dicho de una cuerda, que resuena por sí sola, cuando se hace sonar otra».Esto me parecería ideal, pero mi sociedad no me lo consiente. En occidente, el encubrimiento personal se ha combatido duramente, provocado motines, como el de Aranjuez, cuando el ministro Godoy mandó recortar capas y sombreros. También era una suerte ir embozado por la calle, sólo mostrando en sombra los ojos, con ayuda de sombrero faldudo. Por eso, también me hubiera gustado vivir en el siglo XVIII, en Madrid, como chulo o marqués embozados.Desnudarse o taparse indistintamente no se ha permitido durante siglos en las comunidades étnicas de occidente. Pero con algunas excepciones en la España de hace apenas un siglo. ¿Qué me dicen de «las tapadas» andaluzas de Mojácar y otros pueblos limítrofes? A estas fieles cristianas, de origen morisco, ningún alcalde les prohibió ir tapadas. En aquella deliciosa e inolvidable película de Edgard Neville, «Duende y misterio del flamenco», unos dichosos fotogramas nos presentan a «una tapada», como un ciprés envuelto por Christo, el vanguardista que «ha tapado» famosos monumentos del mundo. El tipo espigado de «la tapada» hacía sospechar «una bella mujer prohibida», majestuosamente triste, en aquel paisaje desolado, con un viento que trataba en vano de arrancarle el incógnito. El sol, el viento, la tapada, bajo el sonido de una guitarra, eran todo un poema fílmico. Recuerdo haber visto aquella película en París, con un grupo de amigos franceses. – «Mon vueux, qué cosas tan extraordinarias se dan en tu tierra. No sabes hasta qué punto resulta exótico que seas español». –«Ya, ya. Esa mujer no habrá dejado de interesar a miles de espectadores en el mundo, como protagonista de un acierto artístico y cinematográfico, tan complejo como un poema de Baudelaire o de Mallarmé. Pues claro que me gusta ser exótico y ser español. Si no fuera por Franco...».Como español y como anciano viejo, yo me he acostumbrado a vestimentas religiosas que, como ateo y tolerante, no me han molestado lo más mínimo. Antes al contrario. Por ejemplo, las tocas volanderas y extremosas de las monjitas de la Cruz Roja, las más bonitas –y cinematográficas– como unas alas de paloma, atendiendo a los heridos de una batalla. Porque, en nuestra religión mayoritaria, el cristianismo, distintivos e indumentarias, no pueden ser más sorprendentes. En el Vaticano se lucen algunas espectaculares, llenas de encajes y faralaes. Y nada resulta tan elegante como ver a un arzobispo, que asiste a un cóctel, a una recepción mundana, a la cual se le ha convocado, para darse «pisto católico».Por eso, yo lamento –aunque sea por motivos de seguridad–que se prohíba el «burka», y pienso que el derecho a vestir como se quiera, debiera ser universal. Así como evoco con placer la sociedad española de mi infancia, en la que todos querían distinguirse y ser distinguidos por su mero atuendo. Era maravillosa tanta variedad:–«Mira, por ahí pasa un artista, con su chambergo y su chalina. Ahora pasa una lagarterana, con sus medias bordadas, que le hacen parecerse a una perdiz. Ahora es un carlista, con su boina y su cara de pocos amigos. Y ahora un melero de la Alcarria. Y ahora don Ramón del Valle Inclán...». Siento que pierda fuerza el carnaval humano y que, en Venecia, no se prolongue seis meses al año, como en los tiempos de Goldoni. Porque la violencia y el mal usan, ahora, estrategias más sofisticadas, disfraces de invisibilidad a cara descubierta. Nada realmente práctico se consigue, ni con el tapado ni con el destape.
De la Real Academia Española
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