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Atenas

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Hace casi 2500 años, la democracia brilló en Atenas y propició una gloria que aún recordamos. Desde Maratón, en 490, hasta la muerte de Pericles, en el año 429 a. D. C., cuentan los historiadores que la mayor fortuna de Atenas no radicaba en sus minas de plata del Láurium, sino en la abundancia de grandes hombres. Las reformas de Clístenes habían estipulado que la democracia ateniense se regiría por un Consejo de quinientos ciudadanos elegidos al azar, por sorteo. Incluso los nueve jueces del Areópago eran designados así: saliendo milagrosamente escogidos de entre los nombres que contenía una urna. Sin embargo, otros cargos, los de generales o «estrategos», no se confiaban a la casualidad: estaban reservados para los más dotados, ciudadanos de talento que, sin embargo, carecían de privilegios o preeminencias que los distinguieran del resto de sus compatriotas. Formaban una élite, pero sin prerrogativas, supremacías ni subvenciones inherentes a sus cargos. Ponían su genio al servicio de Atenas, de los ideales de la democracia de su época, y dirigían el Estado de manera notable. Dicen que Pericles, al salir de casa cada mañana para ir a su oficina en el Ágora, se repetía a sí mismo: «Acuérdate de que eres un jefe de los griegos, de estos griegos que son hombres libres dentro de una Grecia libre».

Hoy día, desde nuestra perspectiva, podemos poner todos los reparos que nos de la gana a aquella época. Demasiadas obras públicas, expediciones militares, populismo, teatro, riqueza, filosofía… Aristófanes ya se burló de la «suntuosa Atenas» y del gobierno democrático con «sus artes tiránicas y sus malas artes». Pero aquel fue sin duda un momento de la historia extraordinario. (Lo que aconteció después, no tanto). De logros y conquistas humanas, y de más de un hombre valeroso que «sin ser político de profesión se preocupó por saber cuál era la mejor forma de gobierno».

Han pasado los milenios: del siglo de Pericles al de los periclitados (el XXI, el nuestro). Las estatuas de Fidias que decoraban el Partenón ahora son polvo; apenas quedan restos de su viejo esplendor, de la antigua belleza que, hoy como ayer, aún estremece al que la contempla. La humanidad ya no es la misma. Pocas personas con grandes virtudes y formación elevada sienten atracción e interés por los asuntos del gobierno. La política es un oficio bien remunerado, aunque poco prestigiado socialmente. Aquella Atenas era pequeña y rica. Hoy, somos muchos y cada día más pobres. Nuestros próceres, en estos tiempos difíciles, no quieren dar grandes pasos al frente. Huyen despavoridos ante la dificultad. Adoptan un perfil bajo en la tormenta política, social y económica que nos zarandea sin piedad. No quieren destacar, sólo pasar inadvertidos, resistir. Gobierno, oposición, sindicatos, banqueros… Ya ni Rubalcaba da la cara. Todos callados, en lo posible, esperando a que pase el temporal (pero en vez de temporal puede ser definitivo, y a ver qué hacemos…).

Estamos sobrados de pusilanimidad y faltos de «estrategos». Montaigne, tan práctico como lúcido, diría: será mejor, entonces, que nos vayamos acostumbrando cuanto antes...