Italia
La primera subvención al teatro por César VIDAL
Dar dinero para una obra no es sólo una política actual. Por raro que pueda parecer, tiene viejos precedentes en España
En 1517, un monje agustino llamado Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg unas tesis llamando a la discusión sobre las indulgencias. Poco pensaba Lutero –no digamos sus contemporáneos– que aquel acto académico iba a provocar una revolución que sacudiría la iglesia católica hasta sus cimientos. Pocos años después, resultaba innegable. La respuesta frente a la amenaza protestante fue múltiple en las sociedades católicas y, curiosamente, también incluyó el control de los medios de diversión.
A decir verdad, la suspicacia hacia los cómicos venía de lejos. Las primeras comedias españolas estaban muy influidas por el desarrollo del género en Italia e incluían ciertos ribetes de anticlericalismo burlón al estilo de Boccaccio. Semejante circunstancia, que podía ser tolerada en tiempos de calma, era vista con enorme suspicacia por las autoridades eclesiásticas ahora. Así, la subvención apareció como un método ideal para neutralizar la heterodoxia e incluso para influir en la creación de los géneros y sus contenidos. En 1521, las diócesis españolas ya controlaban las compañías de teatro mediante un sistema de subvenciones e incluso impulsaban la aparición de un nuevo género: el auto sacramental. Las compañías de actores vivían, a decir verdad, gracias a un generoso tipo de contrato relacionado con la festividad del Corpus Christi. Se creaban así en su inmensa mayoría en el mes de marzo y mantenían su actividad hasta Carnestolendas del año siguiente, es decir, hasta febrero, en que se disolvían. La inactividad de las compañías duraba poco. Apenas unas semanas y los actores volvían a juntarse para el Corpus. El hecho de disponer de subvenciones eclesiales aseguradas no tardó en traducirse en el enriquecimiento de algunos cómicos. Juan Pérez, en su introducción a «El asno de oro», comentaba irritado la manera en que vivían y vestían algunos cómicos ubicados en las cercanías del poder eclesial. Tan bien les iba que en 1534, poco más de una década después del inicio de las subvenciones, una pragmática del emperador Carlos V los incluyó entre aquellos que debían moderar el lujo en su atuendo. El mecanismo de control del teatro articulado por la iglesia católica parecía tan fecundo que con Felipe II también el Estado se subió al carro de las subvenciones, un paso que iba a provocar, por ejemplo, el establecimiento de teatros estables.
Prohibido asistir
Sin embargo, el control ideológico total no resultó tarea fácil. Los autos sacramentales estaban bien, sin duda, pero el público deseaba contemplar también otras historias en las tablas y, merced a talentos como el de Lope de Vega, se fue abriendo un hueco para funciones que buscaban meramente entretener y que incluían temas como el amor e incluso el sexo. Las condenas eclesiásticas se multiplicaron. Baste recordar como botón de muestra que ya en 1581 los jesuitas prohibieron a sus alumnos la asistencia a las comedias o que, en 1665, el también jesuita Nithard, auténtico valido de la Corona, proscribió todas las representaciones. No se podían poner puertas al campo y así quedó de manifiesto en breve. Al fin y a la postre, la libertad, aunque limitada, regresó simplemente porque era mejor subvencionar –y controlar– los entretenimientos que cerrarlos. Si lo sabrá el PSOE…
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