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Las tentaciones del corazón

Algunos intentos de «democratizar» la institución monárquica conduce a actuar en el teatro populista. Puede ser útil, pero los excesos llevan al esperpento

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Cualquier institución resulta estimable en relación con el grado de cumplimiento en las funciones encomendadas y el coste de su actividad. La Monarquía no es una excepción. A partir de estas premisas podemos tener una ajustada percepción de su peripecia histórica y de su consideración actual.

Ciertamente, al correr del tiempo, los cambios en cuanto a las teorías sobre el origen del poder y las competencias de la Corona han sido muchos y grandes, aunque manteniendo sus elementos sustanciales. Más allá de las luces y la sombras de ese proceso, si algo parece indudable es su capacidad de acomodación, con mayores o menores resistencias a los diferentes contextos históricos; al menos, obviamente, en los casos en que ha sobrevivido, incluso con intermitencias. Habremos de convenir en que ha dado ejemplo de saber conjugar tradición y modernidad. Activo notable en su haber pues éste sería uno de los objetivos, deseable y exigible, a cualquier institución pública. No hay mejor antídoto contra «novofilias» vacuas y «neofobias» inmovilistas, a la par que factor de estabilidad, algo positivo para el funcionamiento eficaz de las instituciones. En este sentido la monarquía hereditaria, por su misma naturaleza, sin dejar de mirar al presente, ha oteado siempre el futuro, a partir de su asunción esencial del pasado.

Así la Corona ha conseguido en muchos estados europeos, incluido el nuestro, ser la institución de mayor trascendencia en sus respectivas historias. Tal vez porque en su andadura secular por encima incluso de sus propias deficiencias, ha proyectado sobre la sociedad algún perfil garantista. Primero contra los enemigos exteriores, pero también contra los interiores. El rey, designio de la Providencia, compendiaba la seguridad y los anhelos de felicidad del pueblo, venía a ser el dique de contención frente a los abusos de otros detentadores del poder. El carácter «paternal» de su figura y el halo mesiánico con el que era visto le convertían en la encarnación del pasado y del presente, a la vez que en la esperanza del futuro. Más allá de la letra de los textos constitucionales, señalando y limitando las prerrogativas y obligaciones reales, su función armonizadora que le mantiene como clave de la vida nacional se ve avalada por el carácter emblemático, por el significado simbólico del monarca. Sigue siendo el depósito de la confianza popular. Su fuerza se apoya entonces, en buena medida, y más que nunca, en la opinión. Su función por encima del ejercicio de la política con minúsculas, el terreno de la demagogia, se insertan en el ámbito de la Política con mayúsculas, un espacio reservado, de forma prácticamente obligatoria, a la pedagogía. Terreno acotado estrechamente por la ética y donde el ejemplo admite pocas escapatorias.
Por consiguiente su imagen, siempre importante, adquiere ahora una dimensión decisiva. La monarquía ha de ser percibida cercana, implicada directamente en las principales cuestiones de la vida nacional. Sin embargo esa sensación de familiaridad debe hacerse compatible con la distancia que requiere el ejercicio de la dignidad real.

Divina Comedia

En este empeño de irrenunciable adecuación se produce la ruptura de algunas tradiciones y la introducción de novedades acordes a la actualidad. Se trata de una labor obligada y, simultáneamente, arriesgada que provoca reacciones no siempre acordes y efectos cuyo balance corresponde al futuro. Aquí se enmarcan, entre otros gestos, las modificaciones en la normativa hereditaria o los matrimonios llevados a cabo por varios príncipes y princesas herederos de la Corona en diversos países europeos.

Un intento de «democratizar» la institución monárquica que pasa también por determinadas actuaciones populistas, seguramente útiles, pero en los que cualquier ribete excesivo las acerca al esperpento.

No es fácil encontrar la frontera en este proceso. Sin embargo hay un indicativo útil que convendría atender. Se trata de no dejarse arrastrar únicamente, o al menos de manera excesivamente desequilibrada, por determinados aspectos de la vida social, por muy espectaculares que sean, en detrimento de la atención y estímulo que merecen otros de mayor importancia aunque acaparen menor espacio en los medios de comunicación.
Navegado lo pretérito y cruzando el presente se aborda un futuro más desafiante que nunca y plagado de dificultades. En este tiempo nuevo el mayor problema de la monarquía, al adentrarse en el tercer milenio, no provendrá seguramente del recelo de una parte de la sociedad ante determinados enlaces matrimoniales, o frente alguna desmesura admirativa hacia los héroes deportivos. Ni siquiera llegará de parte de aquellos que, instalados en la anacronía mental, consideran anacrónica por si misma a la institución monárquica. La asechanza más difícil de sortear se deberá quizás al reto que supone enfrentar las exigencias del siglo XXI desde estructuras nacionales conformadas fundamentalmente en el XIX. Pero este peligro sería común a cualquier otro de los regímenes políticos actuales, salvo que, paradójicamente, fuera posible seguir al Dante, no en la Divina Comedia, sino en De la Monarquía.


* Real Academia de Doctores de España