Filosofía

Papá

 
 larazon

En la década de los setenta del pasado siglo se puso de moda hortera un artilugio estremecedor. En el llamado salpicadero de los coches, a la izquierda del volante, se adhería una ristra de cuero con fotografías de niño y una leyenda solícita: «Papá, no corras». Era una manera de recordar a los padres que sus hijos los esperaban en casa, y que por pisar el acelerador apenas se ganaba tiempo. Existían variedades al respecto, porque el mercado aprovecha las circunstancias hasta extremos inauditos. «Papá, ten cuidado», «Papá, prudencia», «Papá, una Nochebuena sería sin ti muy triste», etcétera. En los ambientes golfos se instituyó un artilugio similar nada recomendable. Los hijos le decían a su padre desde la cándida e inocente sonrisa de sus fotografías: «Papá, no te corras». Estos objetos, prohibidos expresamente por las autoridades, conllevaban el riesgo de una sanción más que considerable.

No tiene sentido en el Norte, pero en los lugares de la costa permanentemente soleados durante el verano, podría comercializarse un objeto similar con la siguiente petición: «Papá, estoy harto de la playa». En efecto, ningún sitio produce más daños, fiebres, confusiones intestinales y toda suerte de males a los niños que las playas un día sí y el otro también. La playa no es un premio, sino un durísimo castigo. A los niños que se portan mal y son desobedientes habría de amenazarlos con la siguiente y contundente advertencia: «Como no obedezcas, mañana a la playa». Obedecerían todos. Un niño normal odia la playa desde que tiene uso de razón. La playa es un volcán de gérmenes, virus y bacterias. La playa achicharra los pies. Una playa abarrotada de bañistas, sombrillas, toldos y toallas es más nociva para la salud de los niños que una central nuclear pachucha. En las playas se come fatal y se pisan estiércoles humanos. El agua que rompe en las arenas está contaminada de toda suerte de líquidos nada recomendables. Y a los dos días de ir a la playa, culminadas las obras de los castillos de arena obligatorios, los niños no quieren saber nada de ellas. La alegría de la madre al abrir las ventanas por la mañana con el alarido: «¡Niños, hace un día estupendo, vamos, vamos que nos espera la playa!» produce en los pequeños seres humanos una consternación profunda. Crecen y se convierten en asesinos. El doctor Malanfré de From, en su libro «¿Por qué soy un criminal?» escribe: «La mayoría de los asesinos son niños a los que obligaron durante los treinta y un días de agosto a ir a la playa». Sucede que es cómodo y barato para los padres. Una playa no pide pan, como diría el gran Tip.

Una vez a la semana, playa. No más. La playa es escuela retardada de asesinos en serie.