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Nueva York

Quién mató a Carrero

Sabemos que ETA asesinó al entonces presidente del Gobierno el 20 de diciembre de 1973. ¿Pero tuvo cómplices en el régimen? ¿Actuaron con el consentimiento de la embajada de EE UU?

Dirigentes de ETA leen el comunicado con el que reivindican el asesinato de Carrero
Dirigentes de ETA leen el comunicado con el que reivindican el asesinato de Carrerolarazon

Treinta años después, la elegante calle Claudio Coello de Madrid ha perdido uno de sus carriles, pero las fachadas de sus edificios, recién restauradas, parecen más jóvenes que nunca, como si una oportuna sesión de bótox las hubiera puesto a tono con las tiendas de moda que jalonan sus esquinas. Al igual que en aquel 1973, también hoy los porteros tienen muchas ganas de hablar sin que sea necesario preguntarles. Lo llevan en el ADN. «Lo que todos buscan está ahí. Mire la cornisa», comenta uno de ellos señalando con su dedo al final de la fachada del edificio de los jesuitas.

Efectivamente. Una capa de yeso mal rematada delata el lugar exacto donde el 20 de diciembre de 1973 impactó el coche en el que viajaban el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, su escolta y su chófer, tras explotar una bomba que ETA había colocado bajo el asfalto a la altura del 104 de la calle.Ni la Policía, ni la Guardia Civil, ni los agentes secretos ni la CIA lo evitaron. Tampoco los conserjes, el ojo del régimen que todo lo veía. ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta de la preparación de un atentado tan complejo, cometido a unos metros de la embajada americana y un día después de la visita del secretario de Estado, Henry Kissinger? ¿Cómo pudo pasearse por Madrid, durante más de un año, un grupo de etarras fichados por la Policía, que hicieron ruido, cometieron todo tipo de imprudencias, dejaron huellas por doquier y se dedicaron a «entrenarse» asaltando armerías y comisarías?Hasta ahora se ha dado por buena la versión de que el atentado cogió con el pie cambiado a la dictadura, obsesionada tan solo en perseguir a curas rojos, estudiantes revoltosos e irreductibles comunistas. No es cierto.Veinte indicios del atentadoSorprendentemente, el Gobierno desperdició al menos una veintena de evidencias de que ETA preparaba un atentado en Madrid. Son piezas separadas de un puzzle que, actualizadas, recopiladas, ordenadas y completadas ahora en «Todos quieren matar a Carrero» (Libros Libres), demuestran que el régimen tenía ingredientes suficientes para saber lo que se estaba cociendo a fuego lento. ¿Por qué no actuó? El jefe de Policía de Bilbao, por ejemplo, envió a Madrid una decena de informes que, se supone, terminaron en un cajón, y en los que se incluía la ficha policial completa –nombre, apellido, alias y lugar de residencia– de los 67 cabecillas y pistoleros de la banda. Estaban ¡todos! los miembros del «comando Txikia» que mataron a Carrero, y que se movieron con total libertad por Madrid. Paralelamente, los informantes de la Guardia Civil habían anunciado un año antes del crimen el plan para secuestrar al almirante, y repitieron la advertenciasiete días antes del magnicidio sin que nadie moviera un dedo. Y sin que nadie avisara a los escoltas, enviados como corderos al matadero. «Se preparan inminentes acciones terroristas», anunció el titular de Gobernación, Arias Navarro, en el último Consejo de Ministros de Carrero. Tenía razón.¿Más sospechas? La explosión fue presenciada por unos espías del Alto Estado Mayor (la oficina de inteligencia que rivalizaba con los agentes de Carrero), que, en lugar de buscar culpables, regresaron a su sede con un inquietante mensaje: «Menudo agujero hemos hecho. Nos lo hemos llevado puesto», proclamaron, como confirma en el libro uno de los que conoce lo que allí ocurrió. Y hay más. Apenas 15 minutos después, cuando casi nadie sabía en España lo que había pasado, se recibió una llamada de una importante agencia desde Nueva York: «Acaban de matar a su presidente». No han faltado quienes han denunciado que la CIA tenía «pinchadas» todas las viviendas de los etarras y que una misteriosa orden «de arriba» paralizó el registro que habría neutralizado al comando.Y no sólo eso. La lectura del sumario perdido, perseguido durante años por los historiadores y al que por primera vez ha accedido en su integridad un medio escrito, demuestra que los etarras cometieron todo tipo de imprudencias. Un dato escalofriante: el terrorista que más se implicó en el atentado, Javier María Larreategi, «Atxulo», fichado por la Policía, había alquilado cuatro coches a su nombre, entre ellos el utilizado para la huida. Además, unos meses antes del magnicidio la cúpula etarra se reunió en una hipervigilada zona obrera de Madrid. Algunos de sus miembros fueron detenidos a su regreso al norte, confesaron que venían de la capital… y no pasó nada.Años después, el líder del PCE, Santiago Carrillo, se quejará con amargura en sus memorias de la «temible» Policía franquista que, cual martillo pilón, acababa deteniendo a todos sus hombres antes incluso de levantar un puño, y se asombrará de la impunidad con la que trabajaron los etarras: «A cualquiera con un mínimo de experiencia en la clandestinidad le resultaba evidente que sin protecciones importantes y muy altas los etarras hubieran sido arrestados mucho antes de realizar sus propósitos».¿Y los espías de Franco?¿Por qué murió Carrero Blanco? Por una bomba que colocó ETA bajo el asfalto, por supuesto. Por el apoyo que la célula comunista en Madrid prestó al comando, sin duda. Quizás con el permiso de la CIA. Y posiblemente con la decisiva actuación de algunos elementos del régimen. Alguien conspiró, por acción u omisión, para que el atentado se produjera. Alguien fue demasiado torpe (o demasiado listo) para impedirlo.¿Y quién podía estar interesado en su muerte? Al igual que el Generalísimo, Carrero nunca quiso meterse en política. Fue un marinero en tierra que se arrimó muy pronto al Caudillo. Un franquista sin el cariño de los Franco. Un monárquico enfrentado a otros monárquicos como él. Un político sin «familia». Un estorbo para muchos –y este fue su drama– tanto a un lado como a otro de la calle, acusado de una cosa y de la contraria, de ser más franquista que Franco y, a la vez, un «traidor» aperturista. Pocos saben (casi nadie por aquel entonces) que Carrero había enviado al Príncipe una carta en la que ponía el cargo a su disposición en el momento en el que fuera designado Rey. El almirante se iba a quitar de en medio sin ni siquiera plantar batalla.Y, mientras tanto, ¿a qué se dedicaban los espías de Franco, además de a hacerse zancadillas y darse codazos? La noche en la que colocaron la carga explosiva, los etarras se fueron a cenar angulas, por si aquella era su «última cena». A la misma hora, un grupo de agentes del Seced, el servicio secreto montado por Carrero y antecesor del Cesid, compartía mesa y mantel en «Lhardy» junto a una serie de aperturistas, entre ellos el comunista Ramón Tamames, según el relato de uno de los espías que organizó la velada. En las tripas del régimen se estaba preparando ya una transición ordenada para cuando Franco muriera.Es cierto lo que dijeron los terroristas en su libro «Operación Ogro». Si uno se coloca en la esquina con Diego de León, en el punto exacto donde los etarras tendieron el cable, plantaron una escalera y apretaron el botón, y gira la cabeza hacia la derecha, puede ver el jeep de la embajada americana, a menos de cien metros, que le observa. También es verdad esa leyenda que costaba trabajo creer: una grieta recorre la calle de lado a lado en el mismo lugar por donde discurría el túnel. Es una de tantas en este Madrid construido parche a parche, siempre a medio terminar. Pero dicen que ésta sale siempre en el mismo sitio cada vez que una mano de asfalto intenta cerrar la herida. Como si la historia se resistiese a ser enterrada. Remordimientos de concienciaPese a su importancia histórica, los investigadores han pasado de refilón por el magnicidio de Carrero, y apenas una decena de libros, todos ellos ya descatalogados, se han adentrado con cierto ahínco en lo que ocurrió aquellos días. Sin ser un libro «conspiranoico», «Todos quieren matar a Carrero» hace un repaso por los agujeros de los servicios secretos y policiales de la época. Plantea muchas dudas, pero deja al lector la última palabra. No pretende ser un ensayo histórico, sino una crónica escrita sin matices políticos, un «thriller» en el que todo es real.

En él se recopilan los testimonios de los hijos del almirante, de los agentes secretos que estuvieron en primera fila (los pocos que aún quedan vivos) y, por primera vez en un libro, los 3.000 folios de un sumario que ha estado siempre bajo sospecha. Y, sobre todo, las denuncias que durante todos estos años han ido lanzando los protagonistas de aquellos días, ya sea en el diván de un libro de memorias, una investigación periodística o una entrevista a doble página, siempre a golpe de remordimiento y de cargo de conciencia. Sin ir más lejos, la del propio juez del caso, quien denunció la mano de la CIA y de elementos del Régimen tras el crimen. Ni más, ni menos.

«Todos quieren matar a Carrero» (Libros Libres»), de Ernesto Villar, sale a la venta el 18 de octubre