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Los prohibidos

La Razón
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Los jardines de Ondarreta, en las tardes veraniegas de mi infancia, eran invadidos por vigiladas pandillas de niños. Se jugaba al escondite, se competía sobre bicicletas, se hacían carreras en el malecón adyacente y se descubría, por primera vez, que determinada niña miraba de una manera diferente que el resto. En las rotondas y en los bancos del malecón, amas de otros tiempos con niños lejanos hablaban de sus cosas. Y de cuando en cuando, soltaban unas bofetadas a los niños desobedientes o díscolos a su cargo. La que más pegaba era de Hernani, y era el ama de los Erechederra, que a pesar de ser unos santos se llevaban puesto cada tarde un buen par de tortas.

Todos nos mezclábamos, y en los días finales del verano, cuando iba menguando el número de pandilleros, a los que nos quedábamos nos invadía una melancolía de otoño de muy difícil superación.

Septiembre de luces más tristes y mareas vivas.

A mi pandilla pertenecían tres hermanos de una familia muy rica y conocida a los que llamábamos «los prohibidos». Tenían una cuidadora alemana que a su lado, la señorita Rottenmeyer sería un manantial de dulzura. Los hermanos «prohibidos» se aburrían una barbaridad, porque no tenían permiso para hacer nada. Nos miraban a los demás con pasmo, envidia y al final del verano, con resentimiento destructor. En los días de playa, sólo podían bañarse de 12 a 12.30, así que metían un pie en la lengua de la ola, lo sacaban y se iban a casa. Quincho Zugasti, sevillano formidable, me lo comentó una tarde mientras montábamos en bici y los «prohibidos» nos miraban con odio. «Estos, de mayores, van a ser muy mala gente».
 
Los «prohibidos» no subían al monte Igueldo, a pesar de que a sus padres les salían los billetes de mil pesetas por las orejas. Los «prohibidos» no tenían bicicletas. No podían jugar al escondite por si, en un escorzo muelle, perdían el equilibrio, se caían y se manchaban. No tenían autorización para hacer carreras en el malecón, y mientras los niños merendábamos una tableta de «Souchard», ellos tomaban una onza de chocolate «Louit», que con todo el respeto que me merece el «Louit», era mucho peor y más basto. En aquellos tiempos, las chocolatinas de la merienda abrieron incurables brechas de resentimiento social.

Ya jóvenes, los «prohibidos» adquirieron mayor libertad, pero el mal estaba hecho. Eran antipatiquísimos, y las chicas huían cuando los adivinaban a centenares de metros de distancia. Como les habían prohibido hacer todo en la niñez, lo que hacían en la juventud estaba marcado por la torpeza. Jugaban mal al tenis, nadaban como patos, y no sabían controlar sus nuevas y desconocidas libertades. Comían mal y bebían peor. Se agarraban unas tajadas monumentales, y el mal vino del rencor arruinaba todos sus planes. Cuando murió Franco, se hicieron socialistas, que también se lo prohibieron sus padres, pero en esta ocasión no les hicieron caso.

Y fueron consecuentes con su educación. El socialismo de hoy, es sobre todo intervencionista y prohibicionista. Nada le gusta más a un socialista que prohibir. He leído en un estupendo artículo de Ernesto Sáenz de Buruaga que también quieren prohibir las golosinas y las hamburguesas a los menores de edad. A este paso van a prohibirnos pasear a más de tres kilómetros por hora o comprar libros de Agustín de Foxá. A punto han estado. Y se trata de eso. Ese afán de prohibición que tienen enroscado en el páncreas todos los descendientes del resentimiento. No es una historia inventada. Los «prohibidos» se están vengando de su vida.