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No era avaricia sólo vanidad

Su ex chófer le acusa de gastar 25.000 euros al mes en cocaína a cargo de la Junta mientras adjudicaba falsos ERE. 

No era avaricia sólo vanidad
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Aestas alturas del fraude, la caricatura de Francisco Javier Guerrero, sonriente preso con escoba recluido en su propia película de Fellini, incluye conexiones con el régimen de Teherán. En las nuevas ediciones del Cossío se podrá especular con que, también, como tantos, mató a Manolete. La mafia y sus estereotipos de confortable maldad cinematográfica se han homologado tanto a las costumbres comerciales que ya a nadie repulsa que las «trattorias» se llamen Cosa Nostra, Capone o Don Vito. Se chapa el adjetivo «mafioso» a un corrupto, a un carterista o a un jugador despendolado, aunque la talla le vaya, casi siempre, holgada, deforme. El único punto tangencial de esta historia del Guerrero de los ERE con Alfonso Capone es que aquel dijo minutos antes de su condena: «Ya soy un fantasma dibujado por un millón de mentes». Esta sentencia no sólo alcanza al ex director de Trabajo de la Junta andaluza, también cuenta para cualquiera cuya peripecia delictiva haya desembocado en una sobrexposición pública. Sus andanzas, sus desmanes, la narración de sus excesos y malos hábitos los va completando la lengua popular, allí donde normalmente uno no desentona siendo el toro que mató a Manolete o, puestos, el que acabó con Prim.

Guerrero, pese a lo que se publique a su paso de carterpillar, no era golfo por estirpe.
Campechano y ocurrente, empezó teniendo bajo control la escritura de su vida. El planteamiento era el de un funcionario provinciano y socialistón, quien después de ser director de una oficina del Inem y alcalde de su pueblo, El Pedroso (2.200 habitantes, en la comarca de la Sierra Norte de Sevilla), fue nombrado director general de Empleo de la Junta. Desde el año 2000, trasladado a Sevilla al amparo de un alto cargo regional, su vanidad, tan mal alimentada, se agiganta. En la cota autonómica de Sevilla, empieza a quemar el capital a lo pobre, con prisas de media tarde en el pub Caramelo o en Cabo Roche. No es un arribista al uso, ni un cucañero, es un hombre de clase media que embrujado por el momento rompe el marcador de la velocidad e incendia los días.

Elegante de boutique de pueblo, su vestuario deriva al horterismo y se queda a medio palmo del toque marbellí. John Dos Passos habla de la existencia sublime de los adúlteros, de los que escapan de las alcobas por las ventanas y vuelven a la calle, no por el ascensor, sino por los canalones. En El Pedroso se hizo refrán: «Hay que ver lo bien que viste Javier y lo rápido que se viste».

Perdió pie

Entrando el nuevo siglo, se divorcia de su mujer, Angelita Navarro, que todavía sigue defendiendo su gestoría en el centro de la localidad. Allí, esta madre de dos hijos se expone a las miradas de las vecinas y al qué dirán y algunos de la corporación comentan: «Lo está pasando fatal». Mientras, todo sigue aquí serranamente tan quieto y tan lejano de la sordidez carcelaria, como aquellos tiempos en los que el padre de Guerrero, Ignacio, ocasional juez de paz, regentaba su tienda de desavío, de comestibles y enseres, en el centro, junto a la Iglesia.
«Javier no está sometido al vicio de la avaricia. Si alguien lo encerrara en un despacho y le encargara organizar una trama colosal como la de los ERE no sería capaz. No tiene cabeza.
Su vicio no es la codicia, es la vanidad. Aquí en el pueblo a todos les decía, a los que le pedían un trabajo para el niño o a los que le reclamaban ayuda para reparar una farola en un calle, «tú tranquilo que te lo arreglo», «tú déjamelo de mi cuenta y no te preocupes».

En esta espiral, encargado del «fondo de reptiles», Guerrero perdió pie, se agarró al vaso, aunque a muchos de los vecinos de sus viviendas de Sevilla les ha chocado la intensidad de sus malos hábitos. Los últimos años se mudó a la Buharia, una de las zonas nobles de la capital andaluza. A media tarde, se acodaba al bar de la esquina. Ya no era director general, lo dejó de ser en 2008. Entonces, lejos de sus correrías con el chófer, ya pasaba las tardes solo, aunque siempre en compañía de sus dos grandes colegas: Marlboro y «gin tonic» de Beefeater y haciendo alguna confesión menor al barman. Invitaba a café incluso a los que conocía de vista y siempre daba las buenas tardes. «Es el clásico tío que no habla, pero es buena gente. Los que entren ahora en la Junta se lo van a llevar crudo. Siempre saludaba y tenía una sonrisa. No le queda un duro y estaba de alquiler. ¿Que volvía a casa «a gustito», fuera por la tarde o por la noche? Como tantos otros».

Su segunda mujer, con quien tiene una hija, sigue viviendo por la zona, aunque ya se ha mudado a otro tipo de vivienda. Algunos socialistas dan verosimilitud al rumor de que Francisco Guerrero fue obligado a presentar un análisis de sangre para seguir en su puesto de director general. Cualquier persona del común pensará de él que tiró su vida por la borda, pero incluso en la cárcel Guerrero ha seguido sonriendo, como si pagara la condena con dinero público. Ha mejorado su cotización mediática, porque tiene un valor como ejemplar con el que, una vez abatido, se erradica la peste. Funcionario de carrera, divorciado, inquilino de las barras, de la chequera, zoológicamente no hubiera podido desarrollarse fuera del hábitat de poder del poderoso socialismo andaluz.