Bruselas
Entre la soledad y la ira
El de ayer fue un día especialmente aciago para el presidente del Gobierno, atrapado entre la soledad parlamentaria con que salió adelante su reforma laboral y la hostilidad de veinte mil delegados sindicales que a la misma hora coreaban gritos de «Zapatero, dimisión» en la plaza de Vistalegre de Madrid. Nunca hasta este jueves se había escenificado con tanta crudeza la desafección de los sindicatos hacia quien ha sido durante seis años su mejor aliado y valedor. Y todo apunta a que sólo ha sido el aperitivo de una jornada mucho más demoledora, la de la huelga general, el próximo 29 de septiembre. Al margen de las consecuencias políticas que se puedan derivar de este episodio, que no serán menores ni incruentas para la reorganización de la izquierda, ayer se rompió también la inercia en la legislación laboral con una reforma apreciable, pero que ha tenido la rara cualidad de no contentar a nadie, empezando por el propio Gobierno socialista, que la ha asumido como mal menor y a regañadientes. Bruselas le había exigido a España una reforma laboral ambiciosa como una de las condiciones para que nuestra economía recuperara la credibilidad perdida y saliera de la depresión. Se abrió así una buena oportunidad para renovar las estructuras laborales, cuyo anquilosamiento frenaba la superación de la crisis, y para sentar las bases de un nuevo modelo de mercado de trabajo con el que impulsar, sin merma de los derechos de los trabajadores, la competitividad y el crecimiento sostenido. No ha sido posible. El Gobierno socialista se encastilló en su tímida propuesta y rechazó llegar a un consenso con el centroderecha que habría permitido una reforma de largo aliento y hondo calado. Se faltaría a la objetividad, sin embargo, si se descalificara en bloque la ley aprobada ayer, porque contiene avances sustanciales, flexibiliza capítulos como el de la contratación y el despido, y aporta más rigor a la política de desempleo. Pero se queda corta, muy corta, y no resuelve anacronismos tan perniciosos como el abuso de la negociación colectiva, además de mantener deliberadamente la ambigüedad en las causas del despido, lo que multiplicará la conflictividad judicial. Este «quiero y no puedo» es lo que explica que Corbacho se quedara solo ante el Hemiciclo, sin más compañía del Gobierno que la del presidente Zapatero. Pese a las buenas intenciones, la nueva ley no nace con el vigor necesario para impulsar la competitividad laboral, que se hunde en los últimos puestos del ranking mundial. Según los datos del Informe de Competitividad Global publicados ayer, la eficiencia del mercado laboral español se sitúa en el puesto 115 y en cuanto a flexibilidad laboral ocupa el lugar 130 de la clasificación. De ahí que en el cómputo general de competitividad España haya descendido en un solo año nueve puestos (del 33 al 42), situándose por detrás de países como Puerto Rico, Chipre, Tailandia o Chile. Como dato complementario, conviene anotar que desde 2004 España ha descendido 19 puestos (del 23 al 42) en esta clasificación mundial, lo que revela que se ha reaccionado tarde y mal a los desafíos de una economía globalizada y en crisis.
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