Benedicto XVI
Benedicto XVI y la ley natural
Esta semana su Santidad el Papa nos visita, y es algo de suma trascendencia para los católicos, como cabeza visible de la Iglesia, y para el resto de la sociedad, al tratarse de una persona de suma relevancia mundial e histórica. Quiero aprovechar tan dichosa ocasión para destacar su relevancia, no sólo por lo que es y por lo que hace, sino también por su profundo pensamiento, expresado en infinidad de escritos, discursos, homilías, etc. Se erige como un gran pensador, y merece la pena leer todo aquello que ha escrito al margen de la fe que se profese, o de la postura que se pueda tener ante lo religioso. El mundo actual se debate entre un profundo y descarnado relativismo frente al compromiso con los principios y valores; es como si se tuviera miedo a seguir profundizando en la esencia de las cosas, en nuestro fin y destino como humanidad. Contra este relativismo, se erigen personas como el Papa, el cual, no sólo por su compromiso con su Iglesia, sino como una apuesta de determinación personal, supera las meras convenciones para defender las convicciones. Con su presencia nos recuerda que la defensa de los derechos fundamentales es además de una obligación impuesta por el ordenamiento jurídico, una verdadera convicción en defensa del ser humano y en todas sus dimensiones, entre las que destaca su dimensión espiritual. Benedicto XVI nos recuerda en su encíclica SPE SALVI, que la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «reino de Dios». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana; pero con ello hace una invitación no sólo a católicos, sino a toda la humanidad, para conjurarse en construir un mundo cada vez mejor, un mundo cada vez más cercano al reino de Dios, y ello no es incompatible con las diferentes ideologías, pero resultan sólo admisibles aquellas que tengan como convicción el respeto al ser humano en su integridad y a sus derechos fundamentales, y no sólo como mera convención: por ello las Convenciones Internacionales de Derechos Humanos deberían ser llamadas «convicciones», de tal modo que se convirtieran por sí mismas en instrumentos no solo jurídicos, sino plenamente filosóficos. Hoy en día apenas se debate sobre el concepto de ley natural, y se debería; la «ley natural es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para vivir libremente y respetado en su dignidad, para su defender al ser humano de las manipulaciones, de los arbitrios y sobre todo del abuso del más fuerte. A un jurista no le puede caber duda de que en un Estado de Derecho se impone el principio de legalidad como exponente de un concepto positivista del derecho, en el que los ciudadanos perciben la ley como última fuente del Ordenamiento Jurídico. Pero ello no nos debe impedir seguir buscando la auténtica ley natural, para así acomodar cada vez más la ley civil a aquella. La leyes deben desarrollar no solo soluciones a los conflictos humanos, deben convertirse en sí mismas, en referentes de principios y valores que hagan que el ser humano adecúe su comportamiento a los dictados de la norma, y no sólo por su coerción, sino y fundamentalmente por que las considere un valor, un bien en sí misma, que perciba la ley como algo bueno. El legislador y el jurista no pueden renunciar a seguir buscando la evidencia originaria de los fundamentos del ser humano, su actuación ética y acomodar la ley positiva a la ley moral natural, la cual no se encuentra bajo un concreto credo o religión, sino en la esencia del mismo ser humano, huyendo del relativismo ético. No confundamos este relativismo con el debido respeto y tolerancia entre seres humanos; algunos lo hacen, y siempre de forma interesada. Benedicto XVI nos anima ante la «crisis de la civilización humana», a movilizar «a todas las conciencias de los seres humanos de buena voluntad, laicos y también pertenecientes a otras religiones diversas del cristianismo». El relativismo deja al ser humano sólo ante sí mismo, lo empequeñece, lo hace más débil, y como tal susceptible de ser limitado en el ejercicio de sus derechos fundamentales. El respeto a la dignidad humana que debe inspirar cualquier desarrollo normativo, además de acercar al hombre a su real transcendencia, lo hace más fuerte e inmune a las arbitrariedades y abusos de poder. Los totalitarismos buscan un ser humano relativo y solo, indefenso y a la postre sometido al poder establecido, por el contrario, la democracia que supera el relativismo, y busca en libertad la ley natural, hace al ser humano más libre y responsable.
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