Música

París

Adiós Maestro

La Razón
La RazónLa Razón

He nacido en 1924. Sólo soy doce años más joven que Ionesco. Esta diferencia generacional no nos separa mucho de la situación y del clima político represor y turbulento en nuestros respectivos países –Rumanía y España– durante nuestra adolescencia y juventud. Hemos sido enemigos del mismo enemigo en sus dos vertientes.

Mis dos primeras y prematuras tentativas dramáticas, a los catorce y a los dieciséis años, tenían unas características que definiría como «sueño delirante de la realidad». Nada en concreto sabía yo entonces del surrealismo, salvo por su reflejo intencionado en la revista satírica «La Codorniz». No descarto que aquel «soplo indirecto» me alertara y envalentonara. Vivía bastante aislado en Sierra Morena, por razones políticas de mi familia.

Pero, algo tuvo que pasar en el mudo para que un chico español de dieciséis años coincidiera con tantos jóvenes en el mundo, impelido por una fuerza extraña y superior, por una presión del ambiente, latente en el aire del tiempo. No es fácil de explicar, porque entonces no existían ni la telefonía móvil ni el misericordioso internet.

Para poner a todos esos jóvenes de acuerdo, bastó con una gran guerra europea, el violento radicalismo de las ideologías y otra guerra mundial. ¿Nos parece poco? En mi caso, una guerra civil y, de seguido, la otra aterradora contienda. Y después, el exilio.

Y así, tantos contemporáneos, artistas o intelectuales jóvenes contrariados, reprimidos, exiliados, perseguidos, escribieron de la misma forma, adoptando una fantasía grotesca y crítica. Muchos del Este europeo, como el propio Ionesco, como Adamov, como Vitold Gombrowitch.

Fernando Arrabal y yo seguimos por aquella misma senda, y terminamos de formarnos en París. Como pocos años antes lo habían hecho Ionesco, Becket y tantos más.

Ya es indefectible que aquel embate tan general dejó su huella – ética y estética– en el mejor teatro actual. En todos nosotros, la resistencia a lo convencional –ya fuera popular o ilustrado– fue tan radical como el rechazo de las ideologías y las religiones. Y todos a la vez y tan lejos los unos de los otros, pero cubiertos por el mismo nublado transmisor de partículas contaminantes, producidas por la gran sacudida mundial. Mi encuentro y trato con Ionesco es algo fundamental en mi vida. En París, fuimos vecinos muy próximos en el barrio de Montparnasse, y yo asistí al estreno de «La cantante calva», que fue su gran revelación. Para mí, lo fue de un modo entrañable, revelador… Veía desarrollarse sobre un escenario algo soñado, deseado e intentado de plasmar en mi precoz adolescencia de escritor. No me perdí ninguno de los sucesivos estrenos de mi famoso y trepidante vecino.

Y terminé conectando personalmente con él, como traductor de su obra «Macbett» (sic) y escenógrafo de «El rey se muere» y «El nuevo inquilino», y le trataba con apasionada reverencia, como a un gurú, y con el afecto admirativo de un hermano mayor. Me indignaba el juicio peyorativo que la izquierda francesa y la española hacían de él, sin tener en cuenta las penalidades del «gulag» y otras flores del mal.

Arrabal lo trató más que yo, pero en nuestra relación hubo, por parte de Ionesco, una tácita identificación, a causa de cuánto le pudo complacer y sorprender el marco y el vestuario escénico de «El rey se muere», con un toque wagneriano, que revestía la obra de una grave solemnidad y, a la vez, con un trasfondo irónico y paródico.

Lo que me impulsó a «hilar tan fino» fue la profunda admiración que sentí por el texto, adivinando sus más oblicuas intenciones. «El rey se muere» es una honda tragedia de aliento shakesperiano, que vuela por encima de sí misma y se instala en un nuevo y exclusivo terreno, propiedad del autor. Ya no es una simple tragedia, sino «una obra de Ionesco». Admirable ¿no? Y él lo captó y le satisfizo en extremo. Yo había logrado materializar, plásticamente, lo más sutil de sus propósitos. Aquello fue como un guiño cómplice, que nos bastó para entendernos tácitamente, como si ya nos conociéramos de antiguo. En España, visitó mi estudio y hablamos con entusiasmo de nuestros teatrillos de cartón. Me parecía que reanudábamos una conversación remota y confiada, en la que tanto sabíamos el uno del otro. Y esta fue la última vez que lo vi. ¡Adiós maestro!