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Isabel la primera que reinó

La Razón
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Mis noticias son que TVE tiene lista para emitir una serie de trece capítulos acerca de la primera etapa de la vida de esta reina. No estoy informado de los detalles de esta producción, pero quizá sería importante hacer una puntualización: en España los reyes no eran coronados, como en Francia u otros países, sino proclamados. Pues una de las grandes aportaciones de esa forma de Estado que llamamos Monarquía, la cual se ha conservado hasta hoy, es que aparece como resultado de un «pactisme» –el término se expresa por primera vez en catalán– que obliga a las dos partes del contrato, soberanía y pueblo, a acomodarse y someterse a las leyes, que son el cimiento esencial de la libertad. Pues el rey tiene «el deber» y no «el derecho» de reinar. Por eso las monarquías españolas que con Isabel se funden en una sola han contribuido en gran medida a la creación de las libertades en Europa, proyectando a ésta más allá de los límites que marcan los meridianos.

Hay un cierto peligro tras estas series que se califican de históricas. Al hacer una película no es posible atenerse a la realidad de los hechos, ya que es imprescindible fabricar un argumento que sea atractivo para el espectador. Los expertos cinematográficos saben que hay un efecto subliminal que se esconde tras las imágenes y que provoca una adhesión inconsciente a cuanto en ellas se repite. En consecuencia podemos estar sustituyendo en la conciencia del espectador una historia relatada que nada tiene que ver con la realidad histórica. Mucho me temo que, en el caso de Isabel, los juicios previos vayan a ocupar el lugar que no les corresponde. No estoy haciendo una crítica, porque entre otras razones no he tenido la oportunidad de ver los episodios.

En el caso de Isabel no es preciso recurrir mucho a la fantasía; su biografía, bien documentada merced a los abundantes testimonios que han llegado hasta nosotros, es más importante y sugestiva que cualquier novela. Aquella niña que se crió en Arévalo, abandonada y privada de recursos materiales, junto a una madre que estaba perdiendo poco a poco el uso de la razón, tuvo a su lado personas singulares, que procedían del círculo de aquellos que rodearan a don Álvaro de Luna. Una santa, Beatriz de Silva, venida con su madre de Portugal, la tuvo muchas veces en sus rodillas para hablarle de Dios. Y así el espíritu religioso fue afirmándose en ella con tal fuerza que el apellido Católica que le otorgó el Papa no es un mero calificativo, sino una de las dimensiones esenciales. Y junto a esto el valor de la femineidad. Cuando pudo reinar ordenó que en Guadalupe, lugar jerónimo por excelencia, se prepararase una celda desde cuya ventana podía contemplar el altar mayor y, detrás, el lugar de enterramiento de su hermano Enrique IV cuya legitimidad nunca discutió.

A esta celda la llamaba «mi paraíso». Y aquí, desde la intuición femenina, alimentada por un fuerte espíritu religioso, se tomaron decisiones sumamente importantes, como la de cruzar el Océano y sobre todo la de declarar que todos los súbditos, de cualquier estado o condición, tenían que ser libres. Y para los «payeses» de Cataluña añadió que no sólo libres, sino también dueños de la tierra que formaba su medio de vida. Sí, ciertamente, en Cataluña era todavía más querida que Fernando, y éste lo era mucho porque había descubierto el mejor modo que existe para superar las querellas internas en el amor y la reconciliación. Esto es lo que debe transmitirse mediante esas imágenes subliminales que se esconden tras las proyecciones. Pues Isabel fue eso y mucho más. No una soldada con armadura, como santa Juana de Arco, sino una mujer con todos los méritos y garantías de que aparece dotada la femineidad. Pues ella supo demostrar que la mujer posee cualidades que en muchos aspectos superan a las del varón.

Hoy estamos tratando de olvidar estas cosas. La serie anunciada debería ser una buena oportunidad para comunicarlas. Una mujer que, secretamente, confiaba a su confesor que cuando Fernando fue herido de muerte por un loco, ella había estado pidiendo a Dios que si uno de los dos hubiese de morir, la escogiese a ella, pues Fernando era más importante que nadie. Una mujer también que, en su lecho de muerte, pone el pensamiento en aquellos infelices indígenas del Nuevo Mundo exigiendo que se les reconozcan los derechos naturales humanos como a todos los demás. Y aquella tarde última, cuando estaba dictando su Testamento –que está en la raíz de la Declaración de derechos norteamericana– se interrumpió a sí misma para preguntarse qué era lo que debía agradecer más a Dios en su vida terrena. Y se contestó que a su marido ya que era el «mejor rey de España».

Comprendo que ustedes piensen que estas páginas vienen de un isabelino convencido. Pues bien, lo soy. Sin ella muchos caminos se habrían torcido. No todos, desde luego, porque una reina tiene que obedecer en muchos puntos a sus consejeros y a los poderes que forman esa comunidad que llamamos Europa. Pero en 1492 cuando el rey, los consejeros, y los maestros de Salamanca, todos cargados de razón, recomendaban rechazar el proyecto de Colón, que juzgaban irrealizable, la intuición femenina entró en juego: ¿no valía la pena arriesgar aquellas pequeñas sumas si, a cambio, se hacía a los aborígenes el mejor regalo, la fe y la cultura cristianas? Así nació América. Que no fue un mero descubrimiento geográfico sino la luz para esas naciones sobre las que descansa la esperanza de futuro. Juan Pablo II lo dijo con estas palabras: la parcela más numerosa de la Iglesia cuando eleva sus oraciones a Dios lo hace en español. Ojalá la televisión no se equivoque y sepa darnos este mensaje profundo.