Tokio
Minami Sanriku una ciudad fantasma
Antes de ser arrasada por el «tsunami», Minamisanriku era una apacible ciudad de pescadores con 17.000 habitantes y miles de edificios. Ahora sólo quedan en pie el hospital, una sala de fiestas y un bloque de viviendas.
El resto es una alfombra de escombros y amasijos de hierroen las que los equipos de rescate no logran localizar a más de lamitad de la población. Eso no quiere decir que hayan muerto todos, sino que, sencillamente, las autoridades no dan con su paradero. Entre otras cosas porque, en un enorme radio a la redonda, no hay electricidad, las carreteras han quedado convertidas en trozos de asfalto triturados y no funcionan los teléfonos.
Se trata de la metáfora perfecta para entender lo que está ocurriendo en el noreste de Japón tras el efecto combinado de terremoto y «tsunami» que asoló el pasado viernes la costa que baña el Pacífico. Los equipos de rescate explican que, en medio al caos y la inaccesibildad, resulta impracticable incluso una de las primeras fases en el control de emergencias: el recuento de la población. «Faltan 10.000 personas, pero muchas podrían haberse resguardado en casas de amigos, o en otras localidades, sin que haya sido posible hasta ahora localizarlos».
En la carretera costera que conduce desde la capital hasta las zonasmás afectadas por el «tsunami», la devastación empieza a dominar el paisaje a medida que avanzan los kilómetros. En el puerto de Kashima, una localidad a 100 kilómetros de Tokio donde hubo al menos 15 víctimas mortales, muchas calles permanecen cerradas al tráfico. Al otro lado del precinto de seguridad, la humedad se siente en las paredes, mientras la arena de la playa cubre la calzada y se amontona en los techos de los edificios quebrados por el empuje de las olas. «El agua llegó hasta aquí, el ‘tsunami' arrasó las casas más bajas», confirma uno de los trabajadores del puerto, que fuma observando el mar con preocupación. Además del miedo ante la posibilidad de una fuga de radiación nuclear, se sufren con ansiedad las constantes réplicas del terremoto: de pequeña intensidad, pero suficientes para traer a la memoria el pánico vivido días antes. El miedo viene acompañado de privaciones: los alimentos y el agua potable empiezan a escasear, y conseguir combustible para coches y estufas se ha convertido en un desafío para cientos de miles de familias, hacinadas en centros de refugiados improvisados.
Al norte, en la localidad de Mito, una urbe de más de 250.000 habitantes, todavía no ha llegado la electricidad y la gente pasa la noche a oscuras, resguardándose del intenso frío con mantas y sacos de dormir, en edificios públicos acondicionados a toda prisa por grupos de rescate que tienen urgencias mucho más sangrantes que atender. Muchos habitantes de la prefectura de Miyagi, sobre todo aquellos que tienen familia o amigos a los que acudir, están saliendo de la zona, dejando atrás una pesadilla que, en el mejor de los casos, les ha arrebatado todas sus pertenencias. Otros no se sienten seguros ni siquiera en Tokio y buscan un pasaje en las estaciones de la capital para los trenes con destino al sur.
Difícil vuelta a la normalidad
Pese a todo, las autoridades siguen haciendo grandes esfuerzos por recuperar la normalidad y, con ella, el pulso de una sociedad devastada por la desgracia. Ayer se reanudaron los servicios de trenes en el noroeste y cientos de fábricas anunciaron que volverían a retomar su ritmo de producción a partir de hoy. Será complicado: infraestructuras y plantas industriales siguen, literalmente, en llamas. La refinería incendiada en Chiba, a 60 kilóemtros de Tokio, seguía proyectando gigantescas columnas de humo ayer. «Arde desde el viernes, pero no se ha evacuado a la población alrededor», aseguraban un grupo de trabajadores que vigilaba la entrada mientras, dentro del recinto, se seguía luchando contra las llamas.
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