Cataluña

La gran quimera (I) por Jesús Trillo-Figueroa

 

La Razón
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El gran problema catalán no es el federalismo, ni el Estado asociado tipo Puerto Rico, ni siquiera el absurdo referéndum; el problema es el nacionalismo. Se han escrito muchas cosas estos días después de la deriva independentista de Artur Mas. Quienes se hayan sorprendido no sabían quién era este señor, un asceta del nacionalismo radical, convencido de que su misión en la vida es la independencia de Cataluña. Algunos se han creído que la culpa la tiene la negativa a la negociación del concierto fiscal, sin embargo todo lo que está sucediendo formaba parte del único guión: independencia. El nacionalismo es un mito ideológico que culmina en la soberanía. Como todas las ideologías políticas, es un instrumento para conquistar el poder y conservarlo, para lo cual falsea la realidad e inventa una narrativa hecha a su medida. Durante el siglo XIX, los italianos o los alemanes fueron un buen ejemplo de ello, la versión más extrema del nacionalismo fue el nacionalsocialismo alemán; en esencia, el nacionalismo Catalán no es nada distinto. Ellos llevan inventando una historia sobre la nación catalana hace ya más de cien años, pues como escribió el gran historiador catalán Jaume Vicens Vives, el sentimiento nacionalista de Cataluña y la conciencia de nación no ha existido en ningún momento de su historia. Si alguna vez llega a existir una nación catalana será al final de esta lamentable historia actual. La llamada Nación Catalana es un fenómeno moderno carente de realidad antes del movimiento nacionalista surgido a finales del siglo XIX, que en su origen se alimentó de tres fenómenos: el racismo, el tradicionalismo integrista y el federalismo, ninguno de ellos racionalismo progresista. En cualquier caso, se trata de un mito político, lo contrario a una teoría política racional. Cassirer decía que el mito político es la expresión de una emoción o sentimiento colectivo, y el diccionario filosófico de Lalande añadía que es la imagen de un porvenir ficticio que expresa los sentimientos de una colectividad y que sirve para arrastrar a la acción, es decir, una quimera que tomada en serio conduce al desastre. Es, por tanto, una doctrina política inventada para y por los políticos como instrumento para obtener el poder. La única realidad de todo esto es que se basa en un sentimiento real, que se convierte en un deseo colectivo, en una creencia irracional en la obtención de un paraíso; en este caso, un «paraíso perdido» que nunca existió. El problema es que cuando la gente siente un deseo colectivo con tanta intensidad, puede ser persuadida fácilmente por quien promete conseguirlo. El nacionalismo participa del problema del romanticismo político: trasladar el sentimiento de la estética del arte al campo de lo político; los símbolos, las banderas, los himnos, etcétera: estética y emotividad. Irracionalidad contagiosa que prescinde de los ciudadanos disueltos en una masa fácilmente moldeable convertida por arte de magia en nación. La gente ya no cree en los milagros, pero por desgracia si cree en los «milagros sociales» y en toda clase de mesianismos históricos políticos. En fin, se trata en el mejor de los casos de un sentimiento; pero los sentimientos no pueden ser principios de legitimidad política, ni mucho menos de legitimidad jurídica; sería tanto como fundamentar la existencia de un Estado en el mudable estado de ánimo de la gente en cada momento: la euforia o la depresión. ¿Qué toca en situación de crisis? Absurdo.