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Jugar a los monstruos por Francisco Nieva
En mi infancia, tanto en el teatro popular como en el más selecto, imperaba el realismo. De pequeño sólo veía comedias de salón, de tesis y de costumbres; astracanes, zarzuelas, revistas y operetas frívolas muy convencionales.
Algo echaba yo de menos y no sabía qué de un modo preciso. –«¿Por qué no se convierten todos en monstruos, que den miedo y risa; por qué no se trastorna todo y "sale otra cosa", otro género de espectáculo?».
Aquello era la reflexión delirante de un niño. Pero preconizaba una época del arte en la que el monstruo iba a ser «el divo». En el teatro, en la novela, en las bandas dibujadas, en los juguetes infantiles, en el cine fantástico de Hollywood…
Ya hube de contar en otro artículo que fueron el «teatro del absurdo» y el «realismo mágico» –movimientos en los que yo mismo figuré como catecúmeno– los que preconizaron esa estética, ese cine, esa narrativa y esa «juguetería» de lo monstruoso lúdico y familiar. Parece que la humanidad ha descubierto que todos llevamos un monstruo en el corazón.
Entre tantas gentes de mi generación y la siguiente ¿qué es lo que tantos a la vez echábamos de menos en el teatro? La expresión de lo irracional instintivo, que revelaba una verdad más compleja y profunda, y tiene una entrañable raíz en la poesía. En general, puede que la alargada sombra de Freud nos rozase a todos un poco. Ni Freud ni Marx hacen buenas migas. Pero, con muy feliz antelación, el arte escénico ya se había dicho: –«La imaginación al poder». Y con la imaginación expuso su protesta y su crítica, convirtiendo en fabuloso y monstruoso lo cotidiano.
Y es que lo preconizábamos, veíamos venir que, de un modo u otro, el mundo actual tomara consciencia de la monstruosidad cotidiana que nos rodea, con noticias, informaciones, reportajes, con hechos delictivos muy próximos. Como otros niños españoles antiguos jugaban «al toro» estos niños españoles modernos juegan «a los monstruos». Quiero decir a todos los demás que forman parte de la cultura occidental.
Esto nos parece lo natural, ahora más que nunca. ¿Por qué? Porque ya vivimos en plena monstruosidad. En tiempos de la Revolución francesa se hicieron guillotinas de juguete. El mundo lúdico de los niños refleja perfectamente el clima y el medio social de su tiempo. Durante la guerra civil yo he visto jugar a las ejecuciones. Se echaba a suertes quiénes hacían de víctimas o de ejecutores y se cambiaban los papeles. Recuerdo incluso sus comentarios: –¡Oye tú, gordito! Te has caído muy mal y eso no vale, eres un comodón. No caes hacia delante con un gesto de dolor. Si no juegas «en serio», te sacamos del grupo y te quedas de espectador». –«Es que tengo una herida en esta rodilla». –«Pues ¡mejor para ti! Como pesas más, te harás más daño y así "puedes sufrir de verdad. Tú es que eres un soso y no sabes jugar».
Pues bien, ahora el niño se identifica con el monstruo, ya sea el diplodocus antediluviano, ya sea King Kong, ya sean gigantes destructores, ya el hombre de las nieves, o pura invención fantástica y maligna, monstruos submarinos y terrestres. Esa espontánea identificación del niño a lo que, ética y sensatamente interpretamos como «el mal», no parece ser un juego muy recomendable.
Pero ¿cómo evitarlo? Los juegos infantiles no los podemos controlar. Son nuestro reflejo, somos su modelo y, si no cambiamos nosotros, en ese terreno tan complejo de la educación, «nada cambiará». Les hemos dado tantos ejemplos de malvada y egoísta corrupción, se ha encomiado tanto la agresividad, como dinamizadora de la economía, se ha mostrado tanto desprecio por «el perdedor», tanto se ha matado y robado con impunidad, tanto se han tergiversado los valores que nuestra cotidiana familiaridad con el mal nos parece cosa inevitable, naturaleza medioambiental.
Como yo fantaseo sarcásticamente, puede que veamos jugar «a los imputados y los detractores». De nuevo repito que los juegos de los niños son nuestra caricatura más crítica y veraz.
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