Historia

Asturias

Precipicio hacia la guerra

Yo confío en que los partidos (…) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. (…) Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!».

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La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo. Estas advertencias de uno de los «padres» de la Segunda República, Ortega y Gasset, escritas en septiembre de 1931, profetizaban de manera sorprendentemente certera el abismo hacia el que España se dirigía inexorablemente en el lejano abril de 1936. El filósofo adivinó las claves de la ruptura y previó la deriva a la que conducirían las «obsesiones y precipitaciones políticas del momento, cual tempestad de pasiones violentísimas» –en palabras de un apesadumbrado Azaña-, trágica esencia íntima del carácter hispano. Las reglas de la democracia, simplemente, no vieron la luz.

La anterior reflexión viene corroborada por muchos testimonios de personas aún vivas hoy, que recuerdan de manera nítida el arranque de la Segunda República. Sin ir más lejos, me viene a la cabeza el relato de una amiga de la familia, oriunda de Ziga, en el navarro valle del Baztán, que recordaba cómo uno de los vecinos republicanos de su pueblo, al conocer la noticia de la proclamación de la república acudió de inmediato a la casa de los curas del pueblo para decirles a modo de aviso mientras agitaba la bandera tricolor: «¡Don Leandro, don Javier, que ha estallado la república!». Mi amiga recordaba con lástima el radicalismo y el extremismo que se apoderó de la república, «en sí, algo sensato y bueno». Tras unas «irregulares» elecciones, en marzo de 1936, el despliegue extremista evitó subterfugios y se manifestó abiertamente de la mano de líderes que entendieron que «su momento» había llegado. Soplaban vientos de revolución en el lejano abril del 36.

1 de abril: se anuncia la unión de las Juventudes Socialistas y Comunistas en un solo partido: Juventud Socialista Unificada (JSU), pidiendo un gobierno proletario y la creación de un ejército rojo.

2 de abril: el PSOE convoca a socialistas, comunistas y anarquistas a «construir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Besteiro, opuesto al carácter revolucionario de este movimiento, avisa de que de seguir así, «acabaremos tintos en sangre». Su «tibieza» siempre será ridiculizada por los caballeristas, quienes propondrán abiertamente expulsarle del partido. Largo Caballero, orgulloso de ser el «Lenín español» y siguiendo al pie de la letra el lema del ruso, «el marxismo es todopoderoso porque es cierto», representa «la ola del futuro» íntimamente convencido de que logrará dominar a comunistas y anarquistas, pasando por encima de la república burguesa de Azaña, si es preciso («el terror es una herramienta revolucionaria», Lenin dixit).

Fría venganza
4 de abril: Azaña presenta su programa en las Cortes, que no es ni más ni menos que una actualización del de 1931: reforma agraria, apuesta por la educación pública, autonomía local, aprobación de los estatutos de autonomía del País Vasco... El no decantarse por planes eminentemente socialistas provoca la adhesión de Maura y de Giménez Fernández a este programa.

7 de abril: Alcalá Zamora es depuesto como presidente de la república, un hecho que demuestra, una vez más, que la política española nada tenía que ver con el bien del pueblo, sino con los celos y las venganzas personales. Con 238 votos de los diputados del Frente Popular y del PNV, la abstención de la derecha (la venganza es un plato que se sirve frío…) y el voto en contra de cinco diputados (entre ellos, Portela Valladares), Alcalá Zamora deja de ser presidente. ¿La causa? Haber disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces, siendo la última, en enero de 1936, la que llevó al Frente Popular al poder… el mismo que proponía su destitución. El procedimiento jurídico lo daba el artículo 81 de la Constitución. En los pasillos, el conde de Romanones, único monárquico confeso en aquellas Cortes, sonreía de satisfacción.

14 de abril: se celebra el aniversario de la proclamación de la Segunda República. Las Fuerzas Armadas desfilan ante el presidente Azaña y ante las autoridades. A eso de las 11:30 h, una explosión detrás de la tribuna presidencial les paraliza a todos. Azaña y Martínez Barrio piden calma, pero diez minutos después se escuchan disparos. El pánico se desata. Más tarde se comprueba que un guardia civil de paisano yace muerto a consecuencia de los disparos de un guardia de asalto.

15 de abril: Azaña declara: «Nosotros no hemos venido a presidir una guerra civil; más bien hemos venido con intención de evitarla». Todo indica que el alcalaíno, eliminado de la escena política y atado de pies y manos, no es una referencia para los amos de la calle.
La lucha callejera marca el ritmo político. Así, desde febrero a mayo morirán unos 40 falangistas y más de 50 izquierdistas. En Madrid, milicias falangistas y socialistas resuelven sus disputas a tiros. El teniente Castillo, instructor de la Guardia de Asalto, dispara contra unos manifestantes y mata Andrés Sáez de Heredia, pariente de José Antonio Primo de Rivera. A mediados de abril, Mola entiende que se ha llegado a un punto de no retorno. Acelera los preparativos del golpe… La atmósfera de violencia acabaría por destruir las últimas posibilidades de la República. La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo… Ortega ya había avisado.

Indalecio Prieto
Ovetense de nacimiento y bilbaíno de adopción, forjó su socialismo en los «barrios altos» de Bilbao. No fue el suyo un socialismo doctrinal, sino el fruto de una experiencia social. Socialista desde 1899, su política de izquierdas quiso pasar por posibilista, en un momento en el que su partido, PSOE, estaba dividido por luchas internas, donde el marxismo revolucionario de Largo Caballero aplastaba la moderación de Besteiro y el posibilismo de Prieto. Desde 1933, éste apostará por una versión moderada del socialismo, rechazando el retorno a una política revolucionaria. Pero su gran error –«su culpa y su pecado», como recordaría amargamente desde su exilio mexicano– fue apoyar precisamente lo contrario: la revolución de Asturias en octubre de 1934, dirigiendo el embarque de armas en el mercante «Turquesa» y votando por una huelga general. A principios de 1936, los caballeristas le tacharán de cobarde y de reformista. Tras el triunfo del Frente Popular, regresó del exilio, intentando recobrar su prestigio dirigiendo la destitución de Alcalá-Zamora en abril. Una maniobra que enconó los ánimos. En mayo era consciente del advenimiento de una –inevitable– guerra civil. En un mitin de Cuenca dijo que la violencia no consolidaría nada: ni la democracia, ni el socialismo ni el comunismo. Pero el PSOE estaba moralmente roto y en clara deriva revolucionaria (una partitura soviética con instrumentos españoles), convirtiendo en oxímoron imposible la apuesta prietista: socialismo democrático…