Historia
La chica de «Vogue»
Salvo que se trate de los literarios lamparones de la bohemia, es cierto que cualquier mínima mancha en la ropa que no se limpia a tiempo puede echar a peder la elegancia de una persona o perjudicar seriamente su reputación. Ahora que todo se fía a la apariencia, una leve salpicadura en la camisa puede traerte peores consecuencias que el infundado rumor sobre tu supuesta mala vida, lo que explica que para velar por el prestigio de algunas personas su conciencia resulte menos determinante que su tintorería. En la tradición mafiosa, el aspecto era siempre más importante que las ideas y no había un solo acto delictivo que no pareciese más tolerable si su ejecutor se preocupaba luego de comprar zapatos y limar las uñas. Eso confirma la importancia moral de la higiene, la degradación cualitativa del pensamiento y el supremo valor de la sastrería. Desde luego, ese valor de la higiene como suplantación del espíritu no es nada nuevo. En su concepción del remordimiento, las mujeres ya se dieron cuenta hace siglos de que el aseo personal servía para conjurar cualquier aflicción por haber cometido un acto que ellas consideraran indebido. De hecho, del mismo modo que el hombre se angustia y trata de borrar torpemente con sus propias huellas cualquier rastro de su delito, su cómplice, acaso su inductora, resuelve sus dudas con un aplomo proverbial, abre el grifo del lavabo y enjuaga sus manos. Supongo que se trata de un reflejo instintivo que forma parte de los exquisitos misterios de la feminidad. En una conversación sobre este asunto, un amigo policía me comentó que así como los hombres responsables de un crimen corren a tomarse unas copas al amparo de su barman y tratan de que el efecto del alcohol suplante a su conciencia, a ellas después de cometido el delito lo más natural es encontrarlas dándose un retoque en la peluquería. Son maneras distintas de entender la conciencia. Mi amiga «La Colorada» que era una equilibrada combinación de impudor y belleza, no dudó en admitir la teoría: «Nada hace tan culpable a una mujer como comparecer ante un juez sin haberse cepillado el pelo. Yo sólo soy una pobre delincuente de provincias, una chica que se salta la Ley al final del mapa y sueña con llegar tan alto en el prestigio social, que después de un crimen pavoroso nadie se sorprenda de que haya corrido a esconderme en la portada de «Vogue».
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