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Cuando a Manuel Patarroyo se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias, recuerdo la alegría que el galardón proporcionó a sus compatriotas, dichosos del reconocimiento para un hombre que no ha tenido toda la suerte que se ha merecido. Patarroyo es un genio parrandero y simpatiquísimo que jamás ha gozado de un laboratorio a su altura. Algunos divulgadores científicos llegaron a comentar que sus ensayos sobre la vacuna contra la malaria eran erróneos a sabiendas, porque el doctor conocía de antemano que la esperanza que despertaba no tenía fundamento. Aparecieron también denuncias por sus experimentos con micos no registrados. Sea como fuere, todo su país fue una fiesta el día en el que recogió el premio. Todo lo contrario, absolutamente, ocurrió cuando en la lista de premiados en Oviedo, apareció el nombre de Ingrid Betancourt. Los comentarios acerca de esa mujer me parecieron entonces muy groseros, muy injustos. Creí que quizá los colombianos, azotados por una guerrilla cruel y por un nivel de corrupción presente en todos los estamentos sociales, habían perdido la noción de la proporción, del bien, del mal, de la justicia, de la equidad y del equilibrio. Me pareció terrible aquella gama cromática de grises, de tibiezas, de sospechas acerca de una mujer que había estado secuestrada durante más de seis años. No me lo podía creer. Me parecía incomprensible aquel desdén, aquella falta de empatía hacia Ingrid Betancourt. Es verdad que me resultó sumamente curiosa su vuelta a casa, el espectáculo sentimental que dejó su reencuentro con su entonces marido y su afán por aparecer en todos los medios, en todos los países, en todas las portadas. Yo no voy a comentar aquí los chismes sobre sus relaciones en el cautiverio, ni su falta de solvencia como candidata política, ni lo que contaron los estadounidenses que la acompañaron en el secuestro ni nada parecido, porque entre otras cosas sería faltarle al respeto a una señora que imagino que trató de sobrevivir como pudo o como supo a aquel infierno, pero creo que se hace un flaco favor a ella misma con su proceder. Primero pidió una millonaria indemnización, ocho millones de dólares para ser exactos, al gobierno colombiano como compensación por el horror vivido. Después se arrepintió asegurando que era una cifra simbólica para reclamar el derecho de las víctimas mientras renunciaba a lo ofrecido por Francia, quizá ya consciente de la ola de críticas que ha desatado en su país y que le puede hacer perder una embajada. Una pena, porque tanto dolor no merece que quien lo ha sufrido se falte tanto al respeto.