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La sociedad del conocimiento

La Razón
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Una obra clave para rastrear el origen de la expresión «sociedad del conocimiento» fue la publicada en 1969 por Peter Drucker, con el título «The Age of Discontinuity» (La era de la discontinuidad), en la que el autor dedicó una sección a la definición de su significado (Knowledge Society). Compartíamos con el autor la sorpresa al constatar una experiencia nueva, que hoy se ha generalizado en las llamadas sociedades avanzadas: algunos colaboradores, ya sea en la empresa o la universidad, llegan a «saber más» acerca de ciertas «materias o herramientas intelectuales» que sus directores o superiores. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que acompañan y vertebran a la sociedad del conocimiento, estaban transformando radicalmente la naturaleza y estructura de los «estilos y formas de vida», no sólo de las organizaciones sino también de las gentes, de la práctica educativa, el sentido del mercado, las formas de producción industrial, los productos y servicios, los perfiles de los puestos de trabajo, el sentido de la cultura, e incluso de la ética. ¿Cómo diagramar la «geografía» de la sociedad del conocimiento, como podríamos describir y explicar de forma breve las raíces intelectuales de la misma? ¿Tiene este proceso algún rasgo negativo? Algunas ideas, como las plantas dañinas, si lo son, hay que arrancarlas, pero antes hay que reconocerlas, no sea que extraigamos en su lugar la simiente buena que germinará en pan blanco. La Sociedad del conocimiento parece que ofrece nuevas posibilidades pero presenta algunas debilidades que son preocupantes, y que por tanto habría que corregir.Las dos «cajas de herramientas» con las que se han construido las sociedades modernas avanzadas son: a) la «caja» del paradigma tecnocientífico, en la cual los valores son: la competitividad, la utilidad y el precio; b) el paradigma crítico interpretativo, en cuya caja sólo hay «valores relativos» que, además, cambian en el devenir de cada contexto histórico y cultural, es decir, no hay valores verdaderos, sustantivos, esenciales en sentido estricto.La sociedad del conocimiento, «construida» bajo estos supuestos, demanda al ciudadano hoy un aprendizaje tecnocientífico continuo a lo largo de la vida («lifelong learning»); se nos exige en las «sociedades avanzadas» trabajar y al mismo tiempo mantener un proceso de aprendizaje permanente para adquirir nuevas competencias («just in time»). El conocimiento que se demanda es el «saber cómo» . El éxito de las ingenierías informáticas es un ejemplo paradigmático de esta necesidad; y, desde la otra «caja de herramientas», la crítico interpretativa, como si se tratase de la de Pandora, surge el relativismo gnoseológico que genera el subjetivismo ético como «auriga o coach» del comportamiento humano y social, ya que será la «comunidad» la que decida sobre el bien y el mal en cada momento y contexto. La competencia en infotecnologías tiene un valor económico superior a la propiedad de la tierra, ya que su «valor añadido» es incluso mayor que el de los recursos naturales, la mano de obra o el mismo capital. Por ejemplo, un amigo arquitecto me comentaba que pagaba tres veces más a un empleado que sólo trabajaba por las mañanas que a otro que lo hacía todo el día, desempeñando la misma función, sólo porque el primero sabía manejar un programa 3D informático para profesionales que suponía triplicar el rendimiento y hacerlo de forma precisa. Los problemas surgen, como amapolas en primavera, en función de estos hechos, entre otros los siguientes: el número de ciudadanos excluidos del sistema crece de forma preocupante en las sociedades avanzadas al faltarles las habilidades básicas («basics ability») para «representar» algún papel en la misma; y el tiempo exigido para el aprendizaje continuo se ha de restar al que correspondería a la familia, la educación de los hijos, la solidaridad o el ocio. Un ciudadano ilustrado puede tener todavía en «la despensa de los valores de su familia» valores sustantivos, permanentes, heredados de la tradición, que le han permitido estabilizar la vida de su familia y la suya propia, porque son valores «esenciales», pero no puede evitar en muchos casos el influjo general de la exclusividad de los «valores materiales y relativos» de la sociedad, ya que como si de una Circe moderna se tratara le llama con su seductor canto para que olvide el origen de su patria. La ausencia de valores esenciales en la axiología dominante impide, por propia definición, estabilizar la vida personal y social en muchos entornos.Parece evidente que junto a los brotes verdes de los «frutos de las nuevas oportunidades» surgen en la sociedad del conocimiento «plantas amargas» cuyos brotes nacieron al anteponer el pensar al ser de los valores: en la raíz del mal está la reducción de los valores a la subjetividad, la utilidad y el precio. El relativismo gnoseológico, cultural y ético reinventa todos los días, a consecuencia del prejuicio kantiano acerca de la naturaleza de la percepción, que es verdadero y falso, lo que es el bien y el mal, o que sea el amor. La libertad, la justicia, la tolerancia, por sólo señalar algunos valores fundamentales, bajo estos supuestos de utilidad y relatividad, son sólo realidades virtuales, arenas movedizas. Finalmente, cabe al menos una última pregunta: ¿la necesidad primaria del ser humano de amar y ser amado es posible en este contexto? Algo parece que deberíamos de rectificar en los valores de la Sociedad del conocimiento para no adentrarnos más en el desierto del desamor.

Emilio LÓPEZ BARAJAS ZAYAS es catedrático de la UNED