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Párrafo de cormoranes

La Razón
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Yo tuve diez años en un momento de mi vida en el que todos los niños de mi edad eran mayores que yo. Bueno, a lo mejor eso me ocurría porque estaba distraído mirando como se estrenaba a mi alrededor la vida y me fijaba poco en ellos. La verdad es que a los diez años a mí me parecía que el mar aún extrañaba la orilla y que, para no perderse de su aroma, la brisa del salitre y el aliento de las flores recorrían al tacto la costa neófita y garrapiñada. Una mañana me adentré en la bajamar de Cambados y me metí hasta la cintura en la paz obstétrica y epidural del agua, caminando sobre un silbante morse de almejas y berberechos, sintiendo en las piernas la suave acupuntura de los camarones, sobrevolado por un párrafo de cormoranes altos, como el bracero infantil y descansado de una azulada plantación de silencio, agua y espuma. Mientras el agua pagana y ladrada me santiguaba las ingles, vi pasar a lo lejos una pañolada de veleros orzando en cursiva para recoger un sorbo de viento en la hernia de sus aparejos. Todo entonces era nuevo para mí y estaba seguro de que a cada rato se abrirían flores en las que jamás antes hubiese estado su aroma y ocurrirían frente a mis ojos cosas fantásticas e inimaginables de las que nadie sabría aún el nombre. Yo sólo tenia diez años, sólo eso, como tú, amiga mía, y, ¿sabes?, entonces me parecía que nada malo podría ocurrirme y que, con el espectáculo de la vida debutando sin ensayos para mí, los trenes se deslizarían sin fatiga sobre la vainica de las vías, como las yemas de los dedos en la bandurria de Santi el relojero; el hambre volvería pan la saliva en rama de los mendigos y sólo la muerte tendría los días contados. Todo era entonces tan hermoso, chiquilla, y tan nuevo, que aún la mitad del humo desconocía cual era exactamente su llama y ni siquiera a los difuntos les habían caído cosas en el olvido. Y te prometo que todo era entonces tan suave, tan fértil, niña, y era todo en aquellos días tan acogedor y entrañable, que podría, si quisiera, recorrer el fondo del mar pisando a oscuras con una campanilla de cera en una mano y una vela ardiendo con sus llamas de miel en la otra mano. Yo tenía sólo diez años, ¿sabes, María del Rocío?, y todo eso sucedió en un momento de mi vida en el que lo malo que pudiese ocurrirme no sería en absoluto peor que encontrarme en la boca el sinsabor de ese puntito cítrico que de paso que te apaga la sed, te cierra los ojos. (A María del Rocío García González).