Barcelona
Fútbol un respeto
No saben cuánto me alegro de que algunos proyectos arquitectónicos de ambición megalómana estén paralizados porque no se pueden pagar. Es un buen principio de racionalidad: lo que no se puede costear es inviable y, por lo tanto, innecesario, inútil. Podríamos ir más lejos: incluso feos. Además, me alegro de que el proyecto de Norman Foster de recubrir el Camp Nou, en Barcelona, no pueda hacerse por su coste económico. En realidad, no se trata de «recubrir», sino de poner una «piel» a un edificio que, como todos los campos de fútbol, muestran sus entrañas constructivas, al punto de que en los viejos estadios –asegura la leyenda– se oye el crujir de las estructuras y en los pasillos se conservan canciones de partidos inolvidables. Foster puede ser un buen arquitecto de rascacielos para corporaciones bancarias, pero no tiene por qué serlo de campos de fútbol, cuya argamasa y a la vez ornamento son unas decenas de miles de personas, la multitud que recobra una entidad ontológica, con perdón. La multitud existe, piensa y siente. Quién sabe si, pasados los años y la crisis, acabamos construyendo una necrópolis de lo imposible, un cementerio de templos y edificios que nunca se llegaron a acabar o que, concluidos, no consiguieron ni un morador, ni uno, y sólo nos ofrece un «skyline» funerario, que es lo peor que le puede pasar al progreso, siempre iluminado por el horizonte del fin de la jornada. Ése sí que sería un buen parque temático.
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