Kobe Bryant
A hombros de gigantes
Lo dijo, hace unos días, Pepu Hernández cuando acudió a la tribuna de esta Casa: el baloncesto es una suerte de humanismo que utiliza la cancha como cátedra. Un yunque en que se forjan valores colectivos sin sofocar la chispa de las individualidades. O sea, una cultura, al fin y al cabo. De ahí que no resulte del todo extravagante colocarle una orla de filosofía clásica al sonado fichaje de nuestro Pau Gasol por Los Angeles Lakers. Según una sentencia utilizada a troche y moche y extraída del ámbito de la retórica escolástica, los hombres no somos más que enanos que viajan aupados sobre una estirpe de gigantes. Y sin maestros, sin guías, sin me- moria, sin casta, si vemos el partido es desde el banco.
Gasol, nuestro Gasol, tan gigantescamente humano, había tocado techo en Memphis porque a su alrededor no había otros gigantes. En los Lakers, en cambio, tendrá que rendir cuentas no só- lo ante el presente, que encarna Kobe Bryant, sino, también (y, tal vez, sobre todo), ante los deslumbrantes guardianes del pasado. Para moverse en un parqué que desgastaron «Magic» Johnson, Abdul Jabbar y «tutti quanti» hay que tener las neuronas más curtidas que la musculatura de las piernas o los brazos. Hay que dejarse la vanidad en el perchero y trabajar la humildad en el gimnasio. Hay que domar la raza y el orgullo como si fueran caballos jerezanos. Hay que asumir que eres un pigmeo extraviado en una jungla legendaria.
Pero a Gasol no se le caen los anillos (ni se le caerán después de conquistarlos) porque se ha doctorado en esa disciplina de la que hablaba, hace unos días, Pepu. Esa que le ha enseñado que la sabiduría es, en esencia, aprendizaje. La que transmite ese sistema de plantear la vida que se sacó de la sotana un escolástico del básquet. Enanos que otean el futuro encaramados en los hombros de los viejos gigantes hasta que llegue el tiempo de poder relevarlos.
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