Fallece Di Stefano
Aragonés y la elocuencia
Es fama en el mundillo que Luis Aragonés, en vez de con la barba, como los pistoleros de los «westerns», enciende las cerillas con la lengua. La proverbial sabiduría del Sabio de Hortaleza no da para retóricas, florituras verbales, sofismas o lindezas. Es más, a Zapatones (que fue su alias primero) le hablas de lindezas y se coge un mosqueo de agárrate y no te menees: «Esas mariconadas –diría nuestro hombre– se las puede usted meter donde le quepan». ¡Para qué queremos más! Homófobo, racista, boquiflojo, chuleta..., por sambenitos que no quede. Leña al mono, como prescribe la costumbre, hasta que aprenda el catecismo o hasta que se rompa la cadena.
Pero no es menos cierto que sin don Luis Aragonés la selección sería un verdadero muermo. El míster de la roja será un friki y un sujeto arisco, atrabiliario y pendenciero. Gracias a él, no obstante, ocurren cosas, o, cuando menos, ocurren ocurrencias. Si el espectáculo, en el campo, deprime tantas veces, Aragonés nunca te deja con las ganas en el campo minado de las salas de prensa. Ahí le sale el jaque que no rehúye un reto, el arriscado jugador que no se corta un pelo a la hora de echarle un órdago a cualquiera. Don Luis Aragonés, especialista en golpes francos, no se ha apeado jamás de la franqueza. Suspenso en oratoria y desahuciado en elocuencia, aborda las cuestiones en corto y por derecho y se le entiende todo, ¡vaya si se le entiende! Incluso se le entiende demasiado para el gusto de los profesionales del carguete.
A Luis le encomendaron, en su día, que llevase al equipo al Europeo limpiando telarañas e inyectando sangre nueva. Y ha cumplido el encargo escrupulosamente. Sin brillantez, quizá, pero con eficiencia. Y ahora que Villar, que las mata callando, pretende darle puerta, Aragonés alza la voz para cantarle las cuarenta. La guerra está servida y Raúl, a la espera.
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