Nueva York
Entre Brando y Mephisto
No les mentiré diciendo que vi la gala de los Goya. He soportado bastantes para saber que resulta aburrida, sin gracia, insulsa y que, de manera predecible, cada año pierde espectadores. Para remate, desde hace algún tiempo, se ha convertido en una caja de resonancia de la progresía para atizar a sus demonios. Este año sin ir más lejos, en un ejemplo de pensamiento de eso que llaman la España plural, en un alarde de talante zapateril, uno de los premiados ha pedido «disolver esa cosa que llaman conferencia episcopal». No sorprende el exabrupto –exabruto que diría José Blanco– cuando se recuerdan la guerra de Irak –la única a la que se opusieron– y el silencio ante ETA. Con todo, la ceremonia de los Goya tiene mucho de cinematográfico. No lo digo por la calidad de las películas que suele ser deleznable y explica por qué el cine español pierde anualmente millones de espectadores. Lo señalo porque recuerda mucho a dos personajes. El primero es el Mephisto que tan bien encarnó Klaus Maria Brandauer. Sin duda, que no falta talento en el cine español, pero en no escasa medida ha decidido someterse servilmente al poder de la izquierda. Igual que Mephisto pasaba de su filocomunismo a un filonacional-socialismo, ahora vemos a productores y directores mimados en la época de Franco que piden el voto para ZP y a galardonados de aquellos años terribles que gritan lo de «Ista, ista, Zapatero feminista». Naturalmente, habrá quien señale que el personaje de Mephisto recorría el mal camino pasando de su izquierdismo militante a una sumisión absoluta frente a los nacional-socialistas, mientras que los nuestros han pasado del franquismo al zapaterismo, pero no termino de consolarme con esa respuesta porque me malicio que si, por una ironía del destino, cambiaran las tornas de manera tan dramática veríamos a no pocos cineastas cantando el «Cara el sol» con un entusiasmo digno de mejores causas. Y es que el cine español se parece mucho a «La ley del silencio», aquella película sobre los muelles de Nueva York en la que se veía cómo sólo los que aceptaban los dictados de la mafia podían trabajar en la descarga de barcos. Los actores, los directores, incluso los productores hace mucho que saben que no necesitan realizar un cine digno para vivir. Basta con que sigan cobrando de las subvenciones que otorga el poder político. Para ello, tienen que ir a las manifestaciones, firmar manifiestos o pedir el cerco sanitario contra el PP. El que se somete, el que inclina la cabeza, el que traga puede que trabaje y el que no ya se puede ir buscando otra ocupación que puestos de camarero nunca faltan. Imagino que muchos recordarán que en esa película extraordinaria aparecía finalmente un personaje honrado al que daba vida Marlon Brando. Harto de aquella opresión injusta, acababa por denunciar a los canallas y, a costa de recibir una monumental paliza, rompía su dominio. En una escena antológica, los trabajadores entraban a descargar sin someterse a los matones. Me duele decirlo, pero hace mucho tiempo que llegué a la conclusión de que en nuestro cine –que cada vez convoca a menos gente– hay más Mephistos que Brandos, y no lo digo porque los actores tengan esa mirada atormentada que arranca de las pupilas de Brandauer.
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