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Entre monstruos y ciudadanos alemanes

La Razón
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Refiriéndose al monumental éxito de ventas en Francia de la perturbadora novela ganadora del Premio Goncourt 2006 «Las benévolas», del escritor estadounidense de expresión francesa Jonathan Littell, publicada aquí por RBA con traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Pierre Nora aludió a un fenómeno colindante con lo historiografía. En un país como Francia, que durante mucho tiempo se apalancó en una interesada desmemoria en lo que atañe a las bien poco gloriosas páginas del armisticio «pétainista» y el subsiguiente colaboracionismo con las fuerzas nazis de ocupación (durante un reciente acto recordatorio a las víctimas judías de la redada del «Velódromo de Invierno», el entonces presidente Jacques Chirac se refirió con toda justeza a la «responsabilidad» del estado francés en materia de esta y otras deportaciones), semejante libro, cuyo narrador es un antiguo miembro de las tropas «Einsatzgruppen» exterminadoras de judíos del Este destinado luego en París, no podía sino reabrir viejas heridas.
Peligrosamente humano
La polémica suscitada al respecto del si es o no lícito, desde un punto de vista moral, «meterse» narrativamente en la piel del verdugo nazi y adoptar así su «argumento», cuestión ya experimentada antaño por Dalton Trumbo en su estremecedora e inacabada «La noche del Uro» (novela protagonizada por un comandante de campo de exterminio que casi enloqueció al autor estadounidense, víctima relevante del maccarthysmo), surgía poco después de que la película «El hundimiento» mostrase a un Hitler deprimido, y tan «peligrosamente humano», en su último reducto?
Décadas después de que Hannah Arendt cubriese en Jerusalén el juicio a Eichmann, germen de su brillante ensayo acerca de la «banalidad del mal» (al que en cierta medida se aproxima el muy posterior y extraordinario trabajo de investigación historico-sociológico de Daniel Jonah Goldhagen titulado «Los verdugos voluntarios de Hitler, los alemanes corrientes y el Holocausto»), volvía a suscitarse el problema espinoso de la «comprensión» intelectual y artística del mal. «Los verdugos no tienen voz y cuando la tienen, ésta es la del Estado», proclamó tiempo ha un Maurice Blanchot, cuyo pasado cuenta asimismo en su haber con ciertas sombras?
Ahora bien, tanto Arendt, a quien sus detractores nunca perdonaron que no renegara de su querencia por su antiguo maestro Heidegger (quien, al igual que Jünger o el jurista Carl Schmidt, condecorado en los años sesenta por el régimen de Franco, se beneficiaron del sistema nazi), como Goldhagen, son pensadores, no novelistas? Y tan judíos como el propio Littell, quien trabajó durante años en la asediada ciudad de Sarajevo en una organización humanitaria y no puede, en mi opinión, ser acusado de, por fortuna cada vez menos frecuente, doloroso síndrome del abyecto «autoodio judío» que aquejó a intelectuales como Otto Weininger y, en algunos momentos de su vida de converso, al mismísimo Marx.
Ni siquiera Claude Lanzmann, autor de la inmensa «Shoah», que se enfrentó públicamente en su condena ética a la obra de Littell con el gran escritor Jorge Semprún, quien la defendió como «novela cumbre» del siglo naciente con argumentos escasamente consistentes (el ganador del Goncourt tiene un evidente talento, pero de momento no se acerca ni por asomo a la obra maestra de Vassili Grossmann, «Vida y destino»), ha echado mano de semejante inculpación. El problema es otro. Y tal y como afirmó Pierre Nora, desborda el ámbito de lo literario. Se trata de algo que está, muy vaga, pero también muy sintomáticamente, en el aire. Es como si en este nuevo siglo tardíamente empeñado en Europa en rescatar la memoria histórica de las víctimas (el premio Príncipe de Asturias a la espléndida actividad del Yad Vashem, museo israelí del Holocausto con sede en Jerusalén, es un bálsamo en este sentido en un país como España, donde el ir en pos de nuestro más reciente drama, más allá del costumbrismo de los seriales a lo «Cuéntame», desata absolutistas tormentas políticas), «algo» hubiera empezado a cambiar de modo siniestro? Como si el «público consumidor» -ése que desde la «velocidad» tan criticada por Virilio fagocita lecturas más que asentarlas- se hubiera «hastiado» de las víctimas y anhelase, desde un sentimiento tan morboso como ética y políticamente peligroso, dejarse mecer por la cantinela soez de los verdugos?

Historiadores falaces
Muchos años después de la sospechosa polémica alemana de los «historiadores» falaces y exculpatorios del nazismo como Nolte, suenan de nuevo por la red, desde páginas islamistas y neofascistas, los repugnantes revisionismo a lo Irving, Garaudy y Faurisson, a la par que se exaltan o disculpan las matanzas originadas por odios raciales o políticos. El antisemitismo, tantas veces enmascarado de propalestinismo, se recrudece en Europa? Y aunque el abrumador listado de asesinatos que a través de Max Aue, su incestuoso y «cultivado» narrador SS alsaciano, reconvertido durante la posguerra en vulgar padre de familia francés, traza Littell en su novela, nada tiene obviamente que ver con esta sucia trama, el malestar acompaña esta lectura. Un profundo malestar moral (leí el libro, apenas salió en Francia, con verdadero horror), realzado por las declaraciones de su autor, quien «explicó» la trayectoria de su narrador achacándola al mero avatar biográfico de «haber nacido alemán en 1913» (¿acaso los dignos exiliados Thomas Mann y Erich Maria Remarque no eran también alemanes?). Un malestar aumentado por un éxito comercial que acaso resucita, inconsciente, pero muy poco «benévolamente», los afanes exculpatorios de esa media Francia pétainista y «collabo» que persiguió a los patriotas gaullistas y comunistas y consintió y defendió, a lo Céline, el gaseamiento de niños, la tortura y muerte de justos e inocentes. Se puede, por tanto, hablar de un peliagudo «caso Littell», más allá de su talento de narrador.