Acoso sexual

Infierno de cobardes

La Razón
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Las estadísticas, que no saben de descortesías sociales ni de prejuicios políticamente correctos, han cantado: casi un 40 por ciento de las mujeres asesinadas por sus parejas son inmigrantes. Se me ocurre que, quizás, hombres que no matarían a sus mujeres en sus países de origen, lo hacen aquí porque, por fortuna, la nuestra es una sociedad en la que la mujer ha dejado oficialmente de ser un objeto secundario para convertirse en un sujeto principal con posibilidades: las que le ofrecen su valía y su coraje, independientemente de su sexo. Logramos convertirnos en seres independientes, algo que no ocurriría en lugares donde ser mujer sigue siendo una desgracia que se soporta a duras penas de por vida. Los hombres feminicidas tienen miedo de las mujeres en un contexto que les facilita ser libres, incluso poderosas. El feminicida es un cobarde. La principal característica del cobarde es su miedo. Decía Aristóteles que la cobardía va siempre acompañada de falta de carácter, de ausencia total de virilidad y de apego a la vida, de pusilanimidad. Y, para Montaigne, el cobarde lleva la semilla de la crueldad germinando en su pecho, por eso perpetra actos desalmados y bestiales desde una posición segura, porque así se sabe a salvo de su vergüenza y puede lanzarse sobre el otro sin peligro. El feminicida, asesino misógino y cobarde, usa su superioridad física sobre la mujer, o se vale de todo tipo de armas para acabar con su vida, pero sería incapaz de enfrentarse a un hombre de su mismo tamaño: carece de arrestos (o de cojones, como gusten). Sea extranjero, o producto nacional, al cobarde asesino de mujeres lo ciega el temor a la mujer, ante la idea de que ella pueda ser libre. Hace muy poco, en términos históricos, que las mujeres logramos un estatus de persona que nunca habíamos tenido. Ello supuso para la especie un paso evolutivo equiparable al invento de la rueda. Más les vale, a los cobardes asesinos de mujeres, hacerse a la idea de que ese cambio es ya irreversible.